La ardilla gris. Parte III

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La Ardilla Gris

Prólogo

        Era agosto, y hacía un calor insoportable en aquella horrenda oficina llena de muebles verdes, con las paredes tapizadas en tela verde pistacho y el suelo cubierto por un linóleo marrón tierra. Un hombre delgado con una larga melena cana que le llegaba hasta la mitad de la espalda picaba sin parar las teclas de una vieja máquina de escribir Olivetti, la cual, por si lo dudabas, era verde. Otro hombre, este con un ligero sobrepeso, iba de aquí para allá cargando con varios archivadores colmados de folios: albaranes de encargo, facturas y hojas de cuentas de la empresa Aceros Torres Zaplana, donde Leo, nuestro protagonista (el hombre grueso), trabajaba junto a Nero (el hombre de la melena), y con Nataniel, Luis y Dora, sus otros tres compañeros.

        A sus treinta y un años Leo se sentía muy, muy cansado. Esos kilitos de más que había ido acumulando con la edad comenzaban a pesar demasiado. Pero allí estaba otra vez: en aquella vieja y cochambrosa oficina, con su horrendo verde por todas partes y el suelo marrón; sentado delante de su escritorio, revisando, grapando, y archivando papeles. En pleno 2010 y todavía usando documentos en papel. ¿Quién era el responsable de semejante atropello? Pues Cecilio Torres Zaplana, el jefe de Leo: un viejo que detestaba todo aquello que no pudiera palpar con sus manos; el hombre se empeñaba en redactar siempre sus documentos en aquellas viejas máquinas de escribir Olivetti de los años sesenta que ocupaban cada uno de los escritorios de la oficina, la cual se encontraba en la planta más alta del edificio.

         —«Esas cosas, esos trastos electrónicos, se rompen fácilmente, o se apagan si se quedan sin corriente. Esto, esta vieja máquina, nunca me ha fallado, muchacho» —solía decirle su jefe cada vez que él protestaba por tener que estar organizando papeles físicos en vez de documentos digitales.

         Leo de verdad detestaba con todo su ser verse obligado a semejante incordio. Pero no le quedaba otra. Pues a su edad y tal y como estaban las cosas por culpa de la crisis del ladrillo, Leo gozaba de haber pagado ya su piso y sabía que nunca iba a verse en la calle sin trabajo. Nada más graduarse de la Universidad Alfonso Ruiz Tofone, donde había estudiado empresariales, Cecilio lo esperaba para ofrecerle un empleo. Sé que te parecerá raro que a uno lo esperen para ofrecerle un puesto de trabajo fijo y bien pagado; es algo que ni en los más fantasiosos cuentos ocurre. Pero Cecilio tenía sus motivos: Leo había hecho algo muy importante por él cuando solo era un travieso niño de diez años, y el hombre deseaba devolverle el favor.

          —Qué coñazo —se dijo al tiempo que se levantaba de su hundida silla de oficina. Necesitaba ir a la salita del café para tomarse un café y sentarse un momento frente al ventilador: el único en toda la oficina—. Qué condenado calor…

          Miró fijamente por la ventana tras la cafetera, clavando sus ojos color miel en las copas de los árboles más altos del Bosque de los Lamentos, que colindaba con la ciudad de Torreleones y, tal y como si de un brazo se tratase, la conectaba con el antiguo pueblo de Gorate, deshabitado ya desde comienzos del milenio.

       —Tanto calor como aquella vez… —Los rayos del sol que se colaban por la ventana hacían que su cabello castaño claro pareciera casi rubio por uno segundos.

        Aquel antiguo edificio de tres plantas de altura se encontraba en el Polígono Tofone, en el sector donde se agrupaban las empresas del gremio del metal. Aceros Torres Zaplana era la principal empresa del sector metalúrgico en Torreleones. En otros tiempos en aquella parte de la Zona Industrial de la ciudad ese tipo de empresas abundaban, pero con el tiempo, y gracias al ingenio de Cecilio, solo la suya había sobrevivido; y gracias a ello el viejo dominaba por completo el mercado metalúrgico en Torreleones y en las poblaciones colindantes. A pesar de que esto le había permitido a Cecilio amasar una gran fortuna, el hombre nunca había considerado la posibilidad de poner aires acondicionados en el edificio.

         —Maldito tacaño… —dijo Leo recordando las palabras de Cecilio: «Esos trastos son caros igual que esos otros trastos de escribir, ¡y se averían y luego son caros de reparar! Los ventiladores son maravillosos: económicos y eficientes» —Sí, económicos y eficientes, pero solo hay uno en todo el edificio…

         Leo se dejó caer con su café en una vieja silla de oficina que no vivía sus mejores momentos, acomodada justo delante del ventilador. Observando cómo aquel viejo trasto, que seguramente dataría de los años ochenta, trataba en vano de generar algo de aire fresco, moviendo la cabeza de lado a lado al tiempo que emitía un molesto chirrido que parecía una risa burlona. Leo creía escuchar las siguientes palabras mientras observaba aquel trasto viejo y amarillento: «No, chico, no hay fresco, si eso lo que buscas. Ja, ja, ja».

      Le dio un sorbo a su café y se abrasó la boca y la garganta de lo caliente que estaba. Hacía calor, sí, pero no podía evitarlo: Leo adoraba el café recién hecho y muy caliente. Y esa antigua máquina que su jefe había comprado en un bar (que había cerrado en el centro haría ya unos veinte años) lo hacía de vicio.

      Tuvo que volver a la máquina, porque adoraba el café solo y muy caliente (tanto como el magma volcánico), pero debía estar muy dulce porque si no para él era intragable.

       Nuevamente, tomó asiento ante el chirriante ventilador, y, tal y como si de una piscina se tratase, se zambulló en sus recuerdos. Buscaba uno en concreto, un recuerdo de su niñez: la gran aventura que vivió cuando decidió perseguir a una ardilla gris…

          —Si no hubiera sido por Nico, Nathel y Nero… —Y no me refiero al Nero que era su compañero de trabajo (o sí, ¿quién sabe?). Su mente de pronto evocó la imagen de los sonrientes rostros de dos niños a los que no veía desde aquel entonces— a saber, dónde habría acabado aquel día… —se dijo cerrando con fuerza los ojos; una lágrima brotó de uno de ellos.

       —¿Otra vez soñando despierto, Leo? —espetó Nero, su compañero de trabajo. Alto, delgado, y con una larga melena negra salpicada por algunas canas que le llegaba hasta la mitad de la espalda, el hombre clavaba en Leo un par de ojos que en ocasiones le daban al muchacho la impresión de que se tornaban en un intenso color rojo.

       —Nero, ¿podrías, por favor, dejarme en paz durante mi descanso del café? —espetó Leo volviendo de nuevo a su recuerdo. Nero refunfuñó y dejó solo a Leo.

         —Aquello fue real, ¿verdad, chicos? Aquello… todo lo que vi en ese lugar, en ese misterioso mundo sumido en una noche eterna, ¿era real? —Debía serlo. Necesitaba que lo fuera. Se negaba a creer que solo se tratase de una fantasía de la niñez, tal y como le decían siempre sus padres cuando él les contaba lo que había vivido.

        Leo sabía que había algo de real en todo aquello, porque gracias a aquel borroso suceso tenía ese trabajo que tanto odiaba, una casa ya pagada, un buen coche y la estabilidad necesaria para vivir tranquilo; solo le faltaban una esposa y algunos hijos para que su vida fuera digna de envidia, aunque de momento el destino no había querido que Leo conociera a su media naranja. En realidad, no era cosa del destino, sino de la mente del chico, que vivía pendiente a viejos recuerdos del pasado que al presente; prestándole a este la atención justa y necesaria para mantener su trabajo y pagar sus facturas mensuales.

     —Aquellos huesos… eran reales. Es gracias a haberlos encontrado que tengo trabajo fijo y casa pagada. —Cerró los ojos y se sumergió en los rincones más ocultos de su mente—. Por tanto, el resto también tiene que ser real…

Continuará en la parte IV

La ardilla gris. Parte II

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Torreleones

            Aunque antes de comenzar a narrarte la historia, lector, quiero hablarte sobre uno de los escenarios en los que cobra vida: Torreleones, conocida como la ciudad de los infortunios, era un lugar misterioso en el que siempre, desde sus inicios, ocurrieron cosas raras.

           Fue fundada en el año 1700 por dos personas conocidas como Antonio Salazar Tofone y Mario Domingo Telmasé, descendientes de dos de las tres familias fundadoras del pueblo de Gorate. Estos dos hombres tenían un proyecto, una visión concreta que debía cobrar forma en aquellas deshabitadas tierras que colindaban con el misterioso Bosque de los Lamentos, el cual, como si de un largo brazo formado por árboles se tratase, las conectaba con el antiguo pueblo de Gorate.

            Por lo que se sabe (y no es mucho), bajo aquella zona en concreto había unas minas que contenían algo que, de ser cierto, los haría ricos y famosos (además de muy poderosos). Empleando buena parte de sus fortunas y mucha mano de obra de Gorate, en cuestión de solo unos años Mario y Antonio levantaron un pequeño asentamiento circular de casitas grises con tejado negro idénticas a las que formaban su pueblo natal alrededor de la entrada a las minas: un gran agujero que de un día para otro había aparecido en mitad del rocoso suelo. Aquello recibió el nombre de Colonia de Orate (Antonio quiso llamarlo Colonia de Gorate, pero Mario deseaba que su pequeña creación gozase de nombre propio).

           Durante algunos años aquellas minas fueron explotadas por quienes poblaban la colonia (que, como si de magia se tratase, nunca eran capaces de recordar qué extraían exactamente de las minas). Pero, abruptamente, tal y como habían llegado, Mario Domingo Telmasé y Antonio Salazar Tofone desaparecieron. Y no solo ellos, sino el acceso a las minas, el cual fue cubierto de la noche a la mañana por una alta torre de brillante piedra negra y altos ventanales de cristal rojo la cual estaba cerrada por una puerta de madera negra y cercada por una verja custodiada por varios leones de bronce que descansaban sobre los cuartos traseros. ¿Dónde habían ido a parar ambos? ¿De dónde había salido aquella torre? Dichas cuestiones nunca fueron respondidas, y con el pasar de los años fueron olvidadas por aquellos que habitaban la Colonia de Orate.

            Con el tiempo todo aquello (el misterio de las minas y el de los fundadores) pasó a convertirse en una historia, una de muchas que correrían de boca en boca por las calles de la recién bautizada Torreleones; de tanto hacer referencia a la Torre de los Leones, como habían bautizado al misterioso torreón negro, los habitantes de la colonia decidieron que aquel nombre: Torre de los Leones, no le quedaría mal a su hogar, que para 1810 había pasado de ser un pequeño cúmulo de casas a convertirse en una floreciente ciudad. Y así, tras acortarlo un poco, los torreños bautizaron su amada ciudad como Torreleones.

            Del otro escenario te hablaré a lo largo de la narración: el misterioso Bosque de los Lamentos.

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La ardilla gris

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La ardilla gris

       Las ardillas grises son unos animalillos fascinantes y llenos de energía. Con sus pelajes, una mezcla entre los tonos de la tierra y el cielo nublado, estas pequeñas acróbatas del reino animal tienen una habilidad única para trepar y saltar entre los árboles con una agilidad asombrosa. Construyen sus hogares en el corazón de los bosques americanos, utilizando hojas y ramas para tejer nidos que les sirven de refugio contra los elementos y los depredadores. Son animales conocidos por su comportamiento juguetón y curioso, lo que los hace protagonistas de muchas historias y leyendas en diversas culturas.

        Esta historia trata justamente sobre una de estas ardillas, que, misteriosamente, se encontraba en un bosque de España, y sobre un niño travieso que decide perseguirla, desobedeciendo a su madre, que le tenía prohibido adentrarse en el bosque; y ello lo conduce a vivir una aventura bastante peligrosa la cual lo marcó de por vida y le permitió conocer a quienes para él serían como una segunda familia.

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La historia de Flora. Parte II

        —¿Necesitas ayuda? —preguntó el hombre con una voz suabe y agradable. Flora asintió—. Si es un techo lo que precisas, yo puedo proporcionártelo, además de sustento para ti y tus hijos. ¿Cuál es tu nombre?

        —Me llamo Flora. Flora Mancheño del Río, señor…

        —Amadeo Lepand es mi nombre, Flora. Es todo un honor para mí conocerte. —Tal vez era cosa de la imaginación de Flora, pero le parecía que el hombre brillaba; todo su cuerpo desprendía una luz blanquecina que iluminaba el sendero—. Dime, Flora, ¿necesitas un hogar? —Flora asintió.

        —Pero no puedo pagarlo, ni con trabajo ni con dinero, pues mis niños son pequeños y requieren cuidados. —Amadeo sonrió, mostrando una perfecta dentadura de un blanco radiante.

        —Allá donde yo vivo, el dinero no es necesario, Flora. Puedo proporcionarte un hogar, un techo para tus niños y comida, y no tendrás que pagar nada por ello… —A pesar de que deseaba confiar en aquel misterioso hombre, Flora desconfiaba.

        —¿Y dónde se encuentra ese lugar del que me habla? Por aquí no hay nada, solo… esa ciudadela —dijo la mujer estudiando a Amadeo. El hombre sonrió de nuevo.

        Alzó la mano derecha, y con un solo movimiento hizo que dos de aquellos gruesos y oscuros árboles se separasen, revelando un sendero oculto; una luz cálida y radiante lo iluminaba. Se oía el cantar de miles de pajarillo felices, el correteo de ardillas; un suave y dulce aroma a flores y a fruta madura inundó las fosas nasales de Flora y sus hijos. Amadeo Lepand la observaba fijamente, señalando el sendero con su mano izquierda y dedicándoles a los cuatro una amplia sonrisa.

        —Ven conmigo, Flora, y gozarás de un techo sobre vuestras cabezas y de comida caliente sobre la mesa. Vivirás en mi pequeña aldea todo el tiempo que quieras, o para siempre, si es eso lo que deseas.

        —Mama… hamme —dijo penosamente Emilio, el más pequeño de los tres hijos de Flora. Los otros dos asintieron acompañando a su hermano; sus tripas rugiendo como leones. A la mujer se le compungió el rostro.

        El condenado Fermín la había lanzado a la calle sin siquiera darle algo de sustento. Y su buen vecino, aquel que le había regalado el burro, solo había podido darle un pequeño pan horneado aquella misma mañana; lo cual le había ganado una buena bronca por parte de su esposa. Amadeo sonrió mirando fijamente a los niños. Luego de acariciar un pequeño monigote marrón que colgaba de sus ropas verdes, juntó ambas manos, formando una especie de cuento.

        —Caäijisoleounn yeoda utosaienöto —susurró Amadeo, los ojos de Flora abiertos como platos al ver que entre las manos del hombre comenzaba a brillar una tenue luz—. Una jisoye edarmefeum jisele maedamel ain helemeutlet —conforme el hombre terminó de pronunciar aquellas extrañas palabras que Flora jamás había oído, en sus manos cobraron forma cuatro manzanas rojas, de aspecto dulce y delicioso. Se las tendió a Flora y a sus hijos.

        Los niños enseguida quisieron cogerlas, pero Flora, santiguándose, los retuvo. ¡Ese hombre era un brujo! Uno de los habitantes de la ciudadela. ¡Ahora ella era capaz de ver más allá de la agradable estampa que el extraño le mostraba! Seguro que pretendía engañarla con comida y amabilidad para luego conducirlos hasta aquella ciudad de edificios negros y luego…

        —¡Aléjate de nosotros, brujo! —gritó Flora—. Eres uno de ellos… —Amadeo compungió el rostro negando con la cabeza.

        —No, Flora, no vengo de Hosleguna… —dijo el hombre con pena—. El lugar al que quiero llevarte es una pequeña aldea en la que todos viven felices. Donde la comida es abundante y exquisita. No quiero lastimarte, ni a tus pequeños, solo pretendo ayudarte. —Flora se alejaba caminando hacia atrás, hacia el norte—. Flora, por favor, ven conmigo… o es posible que tú y tus hijos no veáis un nuevo día.

        La mujer se alejó tirando del burro y de Pedro, que trataba de avanzar hacia Amadeo para tomar las manzanas. El hombre los observó hasta que se perdieron tras un el tronco de uno enorme castaño. Una mujer con el cabello largo y rojo, vestida de rojo de los pies a la cabeza con ropa cara y elegante, surgió del sendero verde y luminoso que el hombre había invocado.

        —¿Qué ocurre, Lepand? —preguntó, un repetitivo tic, tac, tic, tac la acompañaba, como si procediera de su propio cuerpo—. ¿Dónde están la mujer y los niños? —Amadeo negó con la cabeza.

        —Ella no estaba preparada para venir con nosotros… —dijo con la voz rota—. La Hermandad va a contar con tres nuevos integrantes, o tal vez con el ingrediente necesario para alguna de sus atrocidades. —La mujer lo observaba fijamente con un rostro precioso, aunque inexpresivo, idéntico al de una muñeca de porcelana.

        —No todos están listos para la Aldea, Lepand. Ya lo sabes —dijo secamente la mujer al tiempo que se giraba, sus movimientos iguales a los de un muñeco de cuerda—. Vamos, Lepand, hemos de cerrar el vórtice antes de que algún Devoto lo descubra. No quiero tener que transportar toda la Fábrica a otra parte porque a esos locos al servicio de Baimoth les dé por invadirnos… Nolf disfrutaría mucho masacrando a todos los que allí viven. —Amadeo asintió.

        Ambos se internaron en el luminoso sendero, y acto seguido los árboles volvieron a juntarse, ocultándolo de nuevo.

        Flora sabía que no debía ir hacia el norte. Pero después de lo que acababa de presenciar luego de haber caminado hacia el sur, donde aquel extraño hombre los había asaltado, no veía otra solución más que caminar un momento hacia el norte para tomar un sendero que Higinio le había descrito, que conducía al este, hacia Moclinejo.

        Luego de un buen rato caminando por los intrincados senderos del bosque tuvo que montar a Pedro en el burro, puesto que el niño no era capaz de dar un solo paso más por el desigual terreno bajo sus pequeños pies. Ella tuvo que cargar en brazos a José, el niño de tres años, para no sobre esforzar al animal; si se moría del esfuerzo, ¿qué iba a ser de ella y de sus niños?

        La mujer caminó mucho aquel día, tanto que llegó un momento en que no fue capaz de dar un solo paso más. Entonces, aunque no lo deseaba, se vio obligada a acampar junto a sus hijos en el hueco abierto en el grueso tronco de un descomunal nogal (se lo conocía como Árbol Cueva, y si esa tonta humana llega a saber hacia dónde conducía la cueva…). Improvisó una pequeña tienda de campaña empleando algunas mantas. Luego cogió la hogaza de pan que su vecino le había dado y la partió en cuatro pedazos, uno pequeño para ella y tres más grandes. Sirvió un vaso de agua para cada niño con el que acompañar el pan; ella lo comió sin agua, para no gastarla. No podía quedarse sin agua, pues sus niños podían morir de sed.

        Luego de haber comido, siendo ya las seis de la tarde, el bosque más oscuro que cuando se adentraron en su interior, los cuatro se dispusieron a dormir. Flora era consciente de que acampar allí no era una buena idea, pero menos buena le parecía la idea de caminar de noche por el bosque, expuestos a vete tú a saber qué criaturas. Nunca se había creído aquellos cuentos, pero después de haberse topado con el hombre… con Amadeo, con ese brujo adorador del diablo, ahora comenzaba a creérselas un poco más.

        —Dios mío —dijo con las manos entrelazadas, mirando de reojo a sus niños, que ya dormían—. Por favor, te ruego un poco de ayuda… solo un poco. —Luego de eso se acorrucó con sus hijos y se dejó llevar por el sueño.

        El bosque se volvió más frío y oscuro transcurridas un par de horas desde que se durmieron. La noche había caído por completo. Ahora el bosque hacía honor a su nombre, pues todo cuanto los rodeaba era penumbra; una espesa oscuridad que no permitía ver más allá de un palmo. Pedro despertó sobresaltado por un ruido. Le había parecido oír pisadas amortiguadas por las hojas de los árboles, acompañadas de un tintineo metálico.

        —«¿Por qué no nos fuimos con ese hombre tan bueno?» —se preguntó el niño mirando de reojo a Flora, que dormía profundamente acorrucada con sus hermanos—. «A estas horas estaríamos durmiendo en una cama calentita, después de haber disfrutado de una cena calentita…»

        El sonido de pasos y el tintineo metálico se repitió, y Pedro decidió salir de la improvisada tienda de campaña para comprobar qué ocurría. Él era el mayor de los tres hermanos, y, por tanto, ahora que su padre ya no estaba con ellos su obligación era la de proteger a su madre y a sus hermanitos.

        Temblando de miedo, el niño descorrió la manta que hacía las veces de puerta y salió de la tienda, volviendo a cerrarla a su espalda. Si dentro hacía frío, afuera era todavía peor; pinchaba, como si le estuvieran lanzando un millón de agujas desde todas partes. Una espesa bruma inundaba los senderos del bosque, haciendo casi imposible que Pedro viera nada a su alrededor. El niño se irguió y se armó con el primer palo que sus temblorosas manos palparon en el suelo. El sonido de pisadas parecía provenir de un poco más adelante, al igual que el tintineo.

        —¿Estás seguro? —dijo una voz algo metalizada. El sonido provenía de detrás de un grueso tronco que pertenecía a una alta encina.

        —Sí… Ya te lo he dicho antes. Una madre con sus tres hijos vaga por el bosque. El maestro Nolf precisa de tres almas puras para no sé qué… Si encontramos a la mujer y a los niños, nos ahorraremos de ir hasta Alderete para raptarlos allí. Y de paso podemos quedarnos a la madre… —dijo otra voz, también metalizada.

        Pedro se envaró sosteniendo con fuerza el palo. Esos extraños pretendían hacerles daño a sus hermanos, a su madre y a él… ¡Pues no iba a permitirlo! Caminó decidido hacia el árbol tras el cual hablaban los extraños. Sus ojos captaron un destello rojizo. Parecía proceder de detrás de aquel tronco. Seguro que los extraños estaban haciendo fuego.

        Dos figuras rodearon el árbol. Los extraños iban enfundados de la cabeza a los pies en armaduras de placas negras y rojas coronadas por yelmos negros que ocultaban sus identidades detrás de máscaras rojas que simulaban ser un rostro andrógino; en la pechera negra se distinguía un dibujo en rojo de lo que parecía ser un ojo rodeado por un círculo y unos extraños símbolos. Ambos miraron fijamente al niño, uno con unos ojos de un intenso azul que resplandecían detrás de la máscara, y el otro con unos brillantes ojos rojos.

        —¿Ves? —dijo el de los ojos rojos, señalando a Pedro—. Aquí tienes a uno de ellos.

        —¿¡Quién… —comenzó a gritar Pedro, pero de súbito la voz lo abandonó. El hombre de los ojos azules alzaba una mano apuntando hacia él, una cuenta roja destellando en un anillo de plata que el hombre llevaba en el dedo índice.

        Pedro quiso correr para avisar a su madre del peligro, pero el hombre los ojos rojos susurró Yisotoyel, y todo su cuerpo quedó rígido como si de un tronco se tratase. El extraño se acercó a él y lo cargó en brazos sin ningún esfuerzo.

Continúa en la Parte III

La historia de Flora. Parte I

 

       Os presento a continuación la primera parte de la historia de Flora: el origen del nombre Bosque de los Lamentos, narrada por Grímory, personaje que aparece en el libro: Gorate. Volumen I: La historia de Emily. (Si te molesta la música, en la esquina superior derecha encontrarás el botón de pausa

       Hola, lector… Me llamo Grímory, ¡y soy simplemente maravilloso! —Unas estridentes carcajadas escaparon de su boca—. Y tú eres condenadamente feo… Pero bueno. Dejemos de lado tus defectos y centrémonos en el asunto que nos compete…

       He de suponer que conocerás Gorate, un pequeño pueblecito atestado de casitas de piedra gris coronadas con negros tejados de piedra pizarra y a, por decirlo de algún modo, su hija, o tal vez hermana, la ciudad de Torreleones, ubicados tanto uno como la otra en la provincia de Málaga. Si no los conoces, ¡ve y léete sus respectivas secciones del blog! Si ya lo has hecho, estoy seguro de que recordarás el Bosque de los Lamentos, ese oscuro y largo brazo formado por árboles antiguos y enormes que une el pueblo con la ciudad.

       En otros tiempos el bosque fue conocido como Bosque de la Oscuridad, ello debido a que la luz del sol apenas era capaz de penetrar entre las frondas copas de aquellos gigantescos árboles, condenado al bosque a una casi perpetua penumbra. También se llamaba así por otro motivo, que no es de tu incumbencia. A continuación, voy a narrarte la historia de origen del nombre Bosque de los Lamentos, que sustituyó al otro, relegándolo para siempre al olvido para el común de los mortales…

       Aquella mañana, cinco de febrero del año 1450 de nuestra era, amaneció gris, fría y cortante. Una mujer lloraba delante de la puerta de una modesta casita de piedra… (por eso detesto a los humanos, son unos lloricas). Sus lamentos rompían la paz de la pequeña aldea de Alderete (hoy en día desaparecida, y fue por mi culpa). Arrodillada en el suelo, abrazando a sus tres hijos, le imploraba piedad al dueño del que hasta ahora había sido su hogar, un hombre calvo, cojo y ciego de un ojo (todo un portento). Fermín, que así se llamaba el propietario de buena parte de las casas de la aldea y de un descomunal rebaño de cabras y ovejas que precisaba de varios pastores para su cuidado, observaba impasible cómo un par de mozos sacaban de la casa los enseres de la desdichada.

            —Pero señor, por favor, no tengo a dónde ir… —Lamentaba la mujer—. Solo… solo le pido algo de tiempo. En cuanto crezca, Pedro, el mayor de mis hijos, ocupará el puesto de su padre. —El hombre rio.

          —Mujer, ya sabes cuál era el trato: casa y comida a cambio de trabajo. Tu marido cumplía esa función mientras que tú te dedicabas a criar a sus hijos y a mantenerle la cama caliente… ¡Pero él ha muerto, y yo no voy a cargar contigo y con tus niños hasta que uno de ellos crezca lo suficiente como para ganarse el techo y el sustento del resto! —espetó cruelmente, carente de cualquier tipo de emoción.

       Un coro de mujeres, todas ellas inquilinas de Fermín, lloraba observando lo ocurrido. El hombre clavó en ellas su ojo bueno y, temerosas de que decidiera pagar el enfado con sus familias, de inmediato todas se marcharon (otro punto negativo de los humanos… ese egoísmo innato del que todos hacéis gala en momentos como el aquí descrito). Mientras las mujeres huían, Nicolás, vecino de la desconsolada mujer y amigo de su difunto esposo, se plantó allí tirando de un viejo y delgado burro con el pelaje gris.

       El pobre animal se encontraba ya al final de sus días, próximo a ser sacrificado. Pero en vez de matarlo, el hombre decidió regalárselo a la que había sido su vecina hasta ese mismo día. El hombre, un pastor de bastante edad, sabía que aquello no era mucho, pero no había nada más que él pudiera hacer; tenía una familia propia a la que mantener y no disponía de recursos de sobra para hacerse cargo de los hijos de Flora y de ella hasta que el mayor de sus hijos pudiera ganar el sustento de todos.

       La mujer cargó sus escasas pertenencias sobre el lomo del animal y a sus dos hijos más pequeños, Emilio y Armando, de tres y cuatro años. Luego le cargó al mayor, de ocho, algunos bultos más y todos juntos se encaminaron hacia… ¿dónde? Era la pregunta que atormentaba la mente de Flora. ¿Adónde iba a ir con sus tres hijos? Tal vez… si se librase de ellos, ella podría encontrar otro hombre. Solo tenía veinte años, seguía siendo joven, seguro que algún pastor solterón de la aldea bien entrado en años se casaba con ella de buena gana y de ese modo no pasaría necesidad.

       —¿En qué estoy pensando? —se dijo, asqueada consigo misma. Se negaba a renunciar a sus niños. Suponían toda una carga ahora que su padre había muerto, pero jamás los abandonaría. Antes prefería matarlos y luego quitarse ella la vida—. Encontraremos un lugar…

       Aquel día el viento cortaba tanto como una cuchilla bien afilada. Sin duda alguna no era el día más apropiado para vagar por los campos cercanos a Alderete en busca de un nuevo hogar, pero tampoco podía quedarse a la intemperie; sus dos hijos más pequeños podrían enfermar y morir. Mientras barajaba una posible solución a sus problemas (tal vez… suplicarles ayuda a sus padres, o a sus hermanos), sus ojos enfocaron un lugar en el que nunca se había atrevido a adentrarse… el Bosque de la Oscuridad. Alderete se encontraba justo delante de la parte central del bosque, en línea recta con uno de los senderos de acceso al mismo.

       Corrían por la aldea todo tipo de cuentos y leyendas que hablaban sobre los terrores de aquel bosque: criaturas imposibles rondando sus oscuros senderos, personas desaparecidas misteriosamente, entre otras tantas cosas más… Aunque también había oído que, gracias al grosor de los troncos y a lo próximos que los árboles estaban entre sí, el viento apenas corría en el interior del bosque.

       —¿Qué otra cosa puedo hacer si no? —se dijo, observando aquella vasta negrura con unos ojos llorosos—. Aunque me encamine hoy hacia allí, no voy a llegar hasta dentro de algunos días… y eso contando con que el borrico no se muera por el camino. —Flora era originaria de Ronda, muy lejos de la zona este de Málaga, donde se encontraba la aldea de Alderete.

       Allí vivían sus padres y sus hermanos, al menos así era cuando ella se casó con Higinio, su marido hasta hacía unos días. Pero hacía diez años que no los veía. Su esposo había nacido y crecido en Moclinejo, un pueblo cercano a Alderete, y conforme se casaron, el hombre insistió en volver a su hogar; aunque al final habían acabado en aquella pequeña aldea, hospedados y alimentados por Fermín a cambio de trabajo.

       Aunque Pedro se negaba, la mujer encauzó al burro hacia el Bosque de la Oscuridad. En solo unos minutos pasaron de caminar por las frías llanuras que rodeaban Alderete a estar envueltos por la espesa oscuridad del frío bosque; frío, sí, pero sin viento que los azotase. Aunque aquel día el cielo permanecía oculto tras un grueso manto de nubes grises y negras, y a pesar de que todos decían lo contrario, una suave luz grisácea iluminaba los senderos del bosque, permitiendo a Flora guiar al burro sin mucha dificultad. Enfiló el sendero más ancho de todos los que encontró al internarse en aquel océano de árboles altos y gruesos.

       Tenía muy claro que no debía ir nunca hacia el norte. ¿Por qué? Te preguntarás… Porque caminando en aquella dirección se llegaba a la Ciudadela oscura, como los aldereños la llamaban, y nadie quería ir a ese horrible lugar habitado por adoradores de los demonios. Flora no creía ni una de las historias sobre las supuestas criaturas que poblaban el Bosque de la Oscuridad, en cambio, estaba convencida de que las historias que hablaban sobre la ciudadela eran totalmente ciertas. Josefina, una antigua amiga de Flora, atravesó una vez el bosque y, nunca supo si por error o adrede, se encaminó al norte y llegó hasta aquella ciudad de resplandecientes y altos edificios negros…

       La mujer que partió de Alderete era una niña joven y risueña, de mejillas rosadas y largos cabellos rubios. En cambio, lo que volvió luego de haberse internado en la ciudadela (no voluntariamente) solo era una versión mustia y gris de aquella preciosa chica, que no vivió más que unos días antes de morir entre desesperados y aterradores gritos.

       —¿Por qué, Higinio? —musitó—. ¿Por qué tenías que irte? —Su esposo, de solo veinticinco años, había muerto de una extraña enfermedad que ni el propio cura de la aldea había sabido identificar; una mancha negra apareció en su pecho y en solo dos días se extendió por todo el cuerpo, consumiendo la vida del hombre—. Dios mío, por favor, solo necesito un poco de ayuda… un techo para que mis niños no tengan que dormir a la intemperie.

       Un destello de luz blanca la cegó a ella y a sus hijos durante unos segundos. Cuando fueran capaces de abrir los ojos, vieron delante de ellos a un hombre de largos cabellos dorados como el oro, con los ojos del mismo verde que el pasto en primavera; iba embozado en unas finas y frescas ropas del mismo verde que sus ojos, como si el frío no le molestase. Parecía ser muy joven, mucho más que Flora. Observaba a la mujer y a los niños dedicándoles una amplia sonrisa.

       —¿Es él tal vez la respuesta a mis plegarias? —pensó Flora observando al hombre. Había aparecido de la nada, debía ser un milagro… o tal vez uno de los habitantes de la ciudadela.

       Continúa en la Segunda Parte

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Un lugar agradable

                Hola, lector… eh… cómo iba esto… ¡Ah, sí! Me llamo Ana Ariola Chamullo y voy a contarte un suceso muy curioso que, a pesar de que no debería, guardo con total claridad en mis recuerdos…

                Me encontraba en un lugar agradable, cálido, precioso. Se trataba de una pradera amplia, verde, techada por un precioso cielo de un celeste radiante e iluminada por un intenso sol. Cientos de enormes árboles, de los que brotaban todo tipo de frutas, se extendían más allá de lo que mi vista era capaz de abarcar. A mi alrededor había personas, que, a pesar de que sus rostros parecían desdibujados, se notaba que eran felices. Estaban riendo. Sentía que quería a esas personas, que las conocía desde siempre; que habíamos formado parte de la misma familia por siglos.

            De golpe, sin tiempo a reaccionar, un halo de cegadora luz verde me envolvió. Sentí cómo tiraba de mí, elevándome en el aire; se me llevaba, alejándome de aquellas personas felices que me rodeaban. Estos, sonriendo y llorando, me despedían alzando las manos; sus rostros dejaban ver que eran conscientes de que volveríamos a vernos… Aunque habría de pasar mucho tiempo para ello.

            Volé a través de un túnel de aquella radiante luz verde. Era una sensación agradable, cálida. Sentía que todos mis recuerdos, vivencias de un sinfín de vidas, iban volviéndose cada vez más borrosos. Lo olvidé todo. Y acto seguido, la oscuridad me envolvió por completo.

            Ahora me encontraba en un lugar húmedo, cálido, muy agradable; flotando en una especie de fluido. Todo se sacudió de repente y aquel líquido en el que flotaba desapareció. Sentí que un par de manos me aferraban, tirando de mi… ¿cuerpo? Ahora tenía cuerpo. Antes no lo tenía. Allí en las praderas no son necesarios los cuerpos. Solo los Caballeros y los Guardianes los poseen.

            Abrí… ¿los ojos? Claro. Los cuerpos poseen ojos, normalmente, dos. En algunos casos tres. Otras veces ninguno. Este tenía dos. Con ellos, aunque borroso, vi un rostro que sonreía al tiempo que lloraba. Aquella criatura parecía feliz de verme.

            —Hola, mi chiquitina —me dijo aquella mujer. Yo en ese momento lloraba a voz en cuello; hacía frío fuera de aquel lugar oscuro, frío y cálido.

            —¿Cómo va a llamarse la señorita? —preguntó una voz grave, diferente a la de la criatura sonriente.

            —Se va a llamar Anita.

            Ese es el nombre que me puso mi madre. Porque esa criatura sonriente resulta que era mi madre en aquella nueva vida, la creadora (junto con papá) del cuerpo que durante algunas décadas soportaría mi alma. El de la voz grave, pues era el doctor que me había ayudado a llegar al mundo. Y eso es todo lo que soy capaz de recordar de mi nacimiento…

                Y es una suerte que lo recuerde, porque, en teoría, una persona no debe ser capaz de recordar esas cosas. Ni lo que había antes: las amplias y verdes praderas. Pero yo soy capaz. Y eso me hace feliz, porque sé que cuando muera volveré allí, al infinito prado poblado por árboles frutales, en compañía de aquellos con los que he compartido cientos de vidas, de momentos y vivencias que, cuando volvamos a estar juntos de nuevo en forma de almas, podremos compartir unos con otros.

                Lucía, Roberto y Amanda (tres de mis únicos cuatro amigos; hermanos para mí) siempre me dicen que todo esto no son más que tonterías, seguramente fruto de algún sueño que he sido capaz de recordar. Al menos Gustavo, mi cuarto amigo, mi hermano más querido, siempre me apoya… No me importa en realidad que me apoyen o no. Soy feliz siendo capaz de recordar esas cosas, porque así al menos puedo ver claramente los ilusionados rostros de mamá y papá cuando nací. Adoro recordarlos así y no tal y como los vi la última vez luego de la matanza del instituto; antes de acabar internada en el Hogar de la Virgen de las Lágrimas de Sangre junto a mis cuatro amigos.

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Torreleones. La ciudad de los infortunios

            Hola, lector. Me llamo Leonardo Fermoselle Leflem y voy a hablarte sobre el que fue mi hogar durante mi infancia y buena parte de mi vida adulta… Hasta que me vi envuelto en el condenado plan de Grímory y tuve que huir para nunca más volver.

            La ciudad de Torreleones era conocida por muchos como la Ciudad de los Infortunios… ¿La razón? Muchas en realidad, aunque especialmente por culpa de un pozo (más adelante te contaré). Había sido construida formando un enorme círculo de aproximadamente unos doscientos quince kilómetros de diámetro dividido en tres anillos. En el centro de dicho círculo se alzaba dominante el monumento que le otorgaba su nombre a la ciudad: la Torre de los Leones, que en otros tiempos fue el acceso a las minas (las cuales no contenía precisamente minerales) que en 1750 originaron la fundación de la Colonia de Orate, el nombre original de Torreleones.

            Se trataba de una inmensa torre de mármol blanco que simulaba ser un faro portuario, una imitación del Faro del puerto de Málaga. Su base, de mármol negro, estaba rodeada por seis leones de bronce, todos ellos sentados sobre los cuartos traseros. El primer anillo, conocido como Zona Antigua, se cerraba alrededor del monumento; allí se encontraban las primeras casas que los mineros de la colonia construyeron, todas ellas idénticas a las de Gorate. El segundo, la Zona Nueva, conformado mayormente por altos edificios de los años cincuenta en adelante, se cerraba alrededor del primero. Y finalmente el tercero, la Zona Industrial, un polígono (conocido como Polígono Tofone) circular colmado de antiguas naves industriales, chalets y alguna que otra urbanización, que rodeaba a toda la ciudad y colindaba con el Bosque de los Lamentos, conectándose así con Gorate.

            Al igual que en el caso de Gorate, la ciudad de Torreleones ha sido casi desde el mismo momento de su fundación (por Amancio Salazar Tofone y Mario Domingo Telmasé) el escenario de historias misteriosas, horribles y extrañas… Una de aquellas historias habla sobre un viejo pozo que a veces aparecía de la nada en uno de los muchos senderos que atravesaban el Bosque de los Lamentos. Según se decía, si arrojabas al pozo algún objeto que tuviera para ti un alto valor sentimental (por ejemplo, esa medallita que tu abuelita ya fallecida de un tumor cerebral te regaló el día de tu comunión), este te concedía cualquier cosa que le pidieras; solo debías asomarte a la negrura que se veía desde la boca del pozo y gritar con ganas aquello que deseabas.

            Otra de aquellas historias, la más sonada, hablaba sobre la Matanza del Instituto, ocurrida en el Instituto Público Mario Domingo Telmasé en marzo de 1988. Por lo que me contaron los pocos supervivientes de aquella tragedia, una estudiante, una chica de piel macilenta y larga y brillante melena de cabello negro, masacró a la mayor parte de alumnos y docentes del centro sin siquiera tocarlos… Al parecer, con solo mirarlos, estos explotaban en mil pedazos o se retorcían como si de trapos escurriéndose se tratasen. Además de estas desgracias, la ciudad gozaba de ser la cuna de varios asesinos seriales bastante sangrientos y brutales: uno de ellos, el peor, decapitaba bebés y luego introducía su… ya sabes, por el agujero expuesto de la tráquea.

            Obviando todo esto, Torreleones era un lugar agradable para vivir, claro está, siempre que te guste vivir en una ciudad habitada por brujos, vampiros y todo tipo de criaturas sobrenaturales que se camuflaban entre los humanos comunes… Solo había un único centro comercial, el Mavi, donde podías encontrar el Duck Pizza, el Duck Noodles, y el Duck Búrguer (todos del mismo dueño), además del Torreleones Cinema y algunas tiendas de ropa. Al menos la ciudad contaba con una universidad: Universsidad Alfonso Ruiz Tofone, en cuya biblioteca, oculta a simple vista, se encontraba la entrada a un lugar bastante inusual… También contaba con un precioso hotel, el Manoir du Marquis, fundado en 1820 por los Telmasé de Gorate; un hotel en el que es mejor no hospedarte si aprecias respirar.

            Y ya no tengo nada más que contarte de Torreleones, mi amado hogar, mi querida cuidad, a la cual nunca jamás pude regresar… porque desde que todo esto comenzó, pasé a convertirme en uno de los objetivos de la Hermandad.

El Bosque de los Lamentos

El Bosque de los Lamentos

             Hola, lector, me llamo Joseph Ze… mi apellido no es de tu incumbencia. Voy a hablarte sobre uno de los escenarios donde se desarrollan algunas de las historias de Gorate: el Bosque de los Lamentos.

        Se trataba de un lugar muy, muy antiguo: un inmenso bosque de encinas, almendros, castaños, algarrobos y nogales que formaba un largo y retorcido brazo, conectando Gorate con la ciudad de Torreleones. En otros tiempos fue conocido como Bosque de la Oscuridad, pero terminaron bautizándolo con ese otro nombre debido a una vieja historia que se contaba en la desaparecida aldea de Alderete (La historia de Flora). Narraba las penas de una madre viuda que tras fallecer su esposo tuvo que abandonar su casa en la aldea. Y al verse sin hogar y sin otra opción posible, a la mujer no le quedó otro remedio que guarecerse en el bosque con sus tres hijos… Pues bien, uno tras otro, cada uno de los niños desapareció; uno por día.

             La dolida madre terminó muriendo de pena, lamentando la pérdida de sus queridos niños. Según se decía, antes de caer muerta, la pobre infeliz recorrió el bosque una y otra vez, tanto de día como de noche, llorando y gritando el nombre de sus pequeños, lamentándose, maldiciéndose a sí misma por haber tomado la decisión de mudarse allí, condenado a sus retoños a una muerte amarga y cruel. ¿Qué los devoró? Es algo que nunca nadie averiguó. Pero sus ensordecedores lamentos sirvieron para rebautizar el bosque, porque nunca cesaron…

             Además de la desgraciada historia responsable del nombre del bosque, la cual te contaré en otra ocasión, corrían por Gorate y Torreleones todo tipo de historias que hablaban sobre puertas ocultas entre los troncos (y en el interior de los mismos) que conectaban el bosque con otros mundos. Una de esas puertas sobre la que tengo conocimiento la albergaba un grueso y alto árbol conocido como el Árbol Cueva; el tronco se abría como si de la oscura entrada una cueva se tratase, permitiendo que una persona adulta permaneciera en pie dentro de dicha apertura. Aquella misteriosa puerta conectaba con un lugar conocido como Menfeyeg Osmandle; un mundo oscuro y retorcido, sumido en una noche perpetua, habitado por criaturas que solo tendrían cabida en las peores pesadillas…

             Otra de aquellas puertas, que cambiaba continuamente de lugar, daba acceso a una extraña aldea rodeada por un frondoso bosque. Dicha puerta solo se manifestaba ante aquellos que necesitasen ayuda con urgencia y cuyo corazón fuera puro y bueno. Aquel que la cruzase jamás volvía a ser visto… La aldea era conocida como la Aldea de Lepand. Existían otras muchas puertas, algunas conectaban con Menfeyeg Osmandle y otras, con otros mundos igual de extraños. Pero ya no voy a contarte nada más…

 

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Gorate

     

            Saludos, lector. Mi nombre es Leonardo Fermoselle Leflem, y voy a hablarte sobre un lugar antiguo y misterioso; el escenario de varias de las historias de Gorate.

            Gorate era un pueblo muy, muy antiguo. Ubicado en la zona este de la provincia de Málaga, entre los pueblos Totalán y Moclinejo, fue fundado por tres misteriosas familias conocidas por los apellidos Tofone, Telmasé y Lesselt en colaboración con los habitantes de Alderete, una pequeña aldea que hoy en día ya no existe, lo fundaron en el año 1600 de nuestra era. El pueblo debe su fundación a dos milagros, conocidos desde aquel entonces como los milagros de la Virgen. Así figuraba en los libros de historia del pueblo, redactados por los Lesselt. Uno de ellos tuvo lugar el día tres de febrero del año 1600, el otro, el día cuatro de febrero del mismo año. El primero de aquellos misteriosos sucesos fue narrado en exclusiva por un hombre de mediana edad originario de Alderete, una pequeña aldea de pastores. Aquel día, el hombre guiaba a su rebaño de cabras a través de los terrenos cercanos a la alta colina sobre la que meses después comenzó a erigirse el pueblo, conocida en aquel entonces como Colina Torre Torcida. Y cuando decidió sentarse a la sombra de una alta encina, para tomar un bocado y saciar la sed, presenció la repentina aparición de una misteriosa mujer que se hizo visible luego de que un fogonazo de luz rojiza inundase por un instante el lugar, cegando al pastor durante unos segundos.

            Guiándose por la descripción del hombre, se sabe que la piel de la misteriosa mujer era tan blanca como la leche, su cabello era largo, muy largo, negro y muy brillante; sus ojos eran igual de negros que su pelo, aunque a diferencia de este, carecían de brillo, es más, ni siquiera reflejaban la luz del sol; de ellos brotaban dos sendos ríos de lágrimas tan rojas como la sangre. Según explicó el hombre, la mujer apareció sobre una enorme roca de mármol blanco a medio enterrar en mitad del campo, y conforme lo vio, comenzó a hablarle:

            —«Hijo mío, estás en presencia de la madre de Dios. He descendido de los cielos para comunicarte la voluntad del Creador». —Lamentablemente, no hay un registro fiable sobre esto, todo son teorías y suposiciones; en aquellos tiempos las personas eran bastante supersticiosas y fáciles de engañar, y no te podías fiar a la ligera de lo que te contaban. Se tiene constancia de que la Virgen le transmitió al hombre un segundo mensaje antes de desaparecer, que podrás leer en un momento. Lo siguiente que ocurrió es que conforme la Virgen desapareció, el pastor echó a correr hacia su aldea para contarle a alguien lo que acababa de ver, abandonando allí a su rebaño.

            La historia del segundo milagro es algo más creíble que la del primero, porque este fue presenciado por varias personas más. Algunas horas después marcharse, el pastor regresó en compañía de algunos de sus vecinos, a los que condujo hasta aquella enorme roca, y todos ellos vieron con asombro que las huellas de unos pies descalzos que parecían ser humanos habían quedado grabadas sobre la piedra; era como si las huellas hubieran sido herradas en el mármol. Aunque de la supuesta virgen no había ni rastro. Al día siguiente, al caer la noche, el pastor y sus vecinos acudieron nuevamente hasta donde se encontraba la piedra, esta vez en compañía del alcalde y del párroco de Alderete, para que dos altas autoridades diesen fe de que las huellas grabadas en la piedra eran reales.

            Y ambos dieron fe… sin duda alguna aquellas eran las huellas de unos pies humanos, y por su reducido tamaño, debían pertenecer a los pies de una mujer. Y también dieron fe del segundo milagro, porque conforme el alcalde, el párroco y los vecinos rodearon la piedra al tiempo que el pastor narraba por enésima vez su historia del día anterior, el cielo sobre la colina se hendió como si alguien lo hubiera cortado con un cuchillo y una luz rojiza comenzó a manar de la brecha. La raja en el cielo se ensanchó, mostrándoles un cielo que no era el mismo que tenían sobre sus cabezas. En aquel momento eran las doce en punto de la noche, y el cielo que veían a través del agujero era también un cielo nocturno. Pero este estaba poblado por estrellas que nadie conocía, algunas enormes y centelleantes, otras pequeñas y a punto de apagarse; junto a ellas brillaba con intensidad una luna tan roja como la sangre… la fuente de la luz rojiza.

            En un primer momento, tanto el pastor como sus convecinos quedaron horrorizados ante la visión de aquel extraño cielo y del misterioso astro rojo.

            —¡Esto es cosa de brujería! —clamaron algunos de ellos y el alcalde.

            —¡Es el fin del mundo! —clamó el párroco; ya sabes, los religiosos y su costumbre de asociarlo todo con el apocalipsis.

            —¡Es un milagro por obra y gracia de la Virgen! —espetaron al mismo tiempo seis misteriosas personas que segundos antes no estaban allí, todo esto mirando fijamente a los ojos de todos los presentes, que enseguida quedaron convencidos de que aquello se trataba de un milagro obrado por la misteriosa virgen que el día anterior se había manifestado ante el pastor.

            El segundo milagro validó el testimonio del pastor sobre el primero y, conforme una de aquellas extrañas personas clavó sus ojos en los de Paco —el pastor—, este transmitió el que según él era el segundo mensaje de la Virgen: «Tú y tus vecinos erigiréis un templo en mi honor en la cima de aquella colina. Y a sus pies construiréis un pueblo en el que mis fieles vivirán felices y en paz». La misteriosa virgen fue bautizada como Nuestra señora de las Lágrimas de Sangre. A la extraña luna, que desapareció junto al cielo en el que brillaba cuando la brecha volvió a cerrarse, la bautizaron como la Luna Roja. El grupo de seis personas, tres hombres y tres mujeres que al parecer debían ser parientes entre sí, recibieron el título honorífico de Fundadores, y desde aquel mismo instante guiaron a los aldeanos y les prestaron apoyo económico para comenzar a construir el pueblo tal y como les había encomendado la Virgen, y le dieron el nombre de Gorate.

            Digo que esas seis extrañas personas debían ser parientes porque cada pareja de hombre y mujer compartía rasgos muy similares entre sí. Dos de ellos eran de tez tan pálida como la de la Virgen descrita por el pastor, con la misma melena negra, larga y brillante, y con los mismos ojos negros y sin brillo; vestían de negro, de los pies a la cabeza, con ropas de muy buena calidad. Otros dos tenían una coloración de piel común y corriente, pero sus ojos eran amarillos y de pupilas verticales, similares a los ojos de los felinos, y su cabello era blanco como la nieve; estos vestían tal y como lo hiciera la nobleza por aquel entonces. Los otros dos eran bajitos y regordetes, el hombre estaba calvo en la parte superior de la cabeza, aunque de su nuca brotaba una larga melena de pelo castaño, y ambos tenían los ojos azul eléctrico y las pupilas ligeramente rectangulares, similares a las de los ojos de las cabras; estos dos vestían de forma desaliñada. Los primeros eran los Tofone, los segundos los Telmasé y los terceros los Lesselt.

            Guiados por los conocimientos de los Fundadores —todos ellos poseedores de diferentes dones, a cada cual más raro, aunque los aldeanos parecían no percatarse de ello—, los habitantes de Alderete levantaron en la cima de la colina el primer edificio del pueblo: el Convento de Nuestra Señora de las Lágrimas de Sangre, y llevaron hasta allí la gran roca de mármol para rendirle culto. Y después, siguiendo los deseos de la supuesta virgen, construyeron el resto del pueblo. Primero, la zona conocida como la Plaza Central, el centro mismo de Gorate, y desde ahí fueron extendiéndose en círculo, forrando la colina con calles y casas de piedra.

           La Colina Torre Torcida era ancha en su base, e iba estrechándose hasta terminar en una cima ligeramente plana; parecía una inmensa galleta de cucurucho helado que alguien hubiera dejado allí, tirada del revés en mitad de aquellos campos. Las calles y los edificios del pueblo descendían la colina como si se tratase de cientos de hormigas bajando por la galleta. Todo, tanto edificios como calles y calzadas, fue construido usando piedras grises de diversos tamaños talladas de forma rectangular. Se dice que las piedras habían sido extraídas de la base de la colina, y sí, provenían de ahí, pero no de una cantera, formaban parte de algo bastante antiguo… sobre lo que no voy a hablarte en esta entrada.

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Se acerca el momento que llevo mucho tiempo esperando

        Después de un par de años largos de trabajo, de borrar, reescribir, desechar y reinventar, uno de los libros que comencé a escribir en 2019, el fatídico año del confinamiento, ya casi está listo. El libro ha ido mutando progresivamente, pasando de ser un solo libro a convertirse en una saga de aproximadamente doce tomos. El primero de ellos: Gorate. Volumen I: La historia de Emily, pronto verá la luz, probablemente en Amanzón y Bubok, y luego lo ofreceré a alguna editorial para ver si canta la liebre y deciden publicarlo. El viaje ha sido largo, a ratos pesado, a ratos estresante, pero finalmente ha terminado dando sus frutos. Había muchas cosas que debía aprender antes de lanzarme a publicar, por ejemplo: aprender a escribir correctamente, cosa que por pasotismo nunca había hecho, otra, a expresarme en condiciones, y necesitaba bastante entrenamiento mental para ser capaz de darle forma a todo aquello que brotaba en mi mente inquieta.

           Si tenéis curiosidad por saber qué diablos es Gorate, os dejo aquí esta página en la que se describe el pueblo, uno de los escenarios de las historias de estos libros. También tenéis disponible un extracto de dicho libro (que puede contener erratas y variaciones respecto a la versión final) en esta sección. Espero que mi trabajo os guste. En unos días subiré la descripción de otro de los escenarios: el Bosque de los Lamentos.

PD:
https://cecdm.es/gorate-2 (descripción de Gorate)
https://cecdm.es/gorate (extracto del primer libro)