Dulces sueños

            Eran las doce y media de la noche. Trataba de dormir, pero el condenado niño del piso de arriba no dejaba de berrear por la ventana: «Laaaa laaaa LAAAA», gritaba al tiempo que, por el sonido que hacían los muelles, saltaba sobre su cama. Deseé con todo mi ser que se muriese, que cayese al suelo fulminado y dejase de montar jaleo, y acto seguido parpadeé. Al abrir de nuevo los ojos lo vi. Al parecer saltó tan fuerte sobre la cama que, al rebotar, terminó cayendo por la ventana. Nuestras miradas se cruzaron mientras él se precipitaba al vacío, despeñándose a toda velocidad a lo largo de diez plantas que desembocaban en un pequeño patio de luces que días antes había sido pintado de un blanco radiante, incluido el suelo.

            El tiempo pareció detenerse en aquel instante. Nos miramos fijamente a los ojos. Yo, asombrado. Él, aterrado y suplicante, como implorándome que detuviese aquello, que abriese la ventana y lo rescatase. El tiempo volvió a la normalidad con el siguiente parpadeo. El pequeño continuó con su viaje hacia la muerte. Salté de la cama y abrí la ventana, y vi cómo rebotaba contra los tendederos de los tres últimos pisos, sufriendo cortes en su pequeño cuerpo, para finalmente estamparse contra el suelo del patio, reventando como si de un tomate maduro se tratase y tiñendo de un intenso rojo aquel blanco radiante.

Fue algo poético, precioso…

            Volví a la cama, me tumbé y dormí en paz pese a los alaridos de terror y desesperación que la madre del infeliz niño profería desde el piso de arriba. Antes de caer en un profundo sopor del que desperté a la mañana siguiente, alarmado por las sirenas de los coches de policía y las ambulancias, oí el momento exacto en el que la dolida mujer saltaba por la ventana para acompañar a su pequeño en su viaje hacia la muerte.

 

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