Encadenada. Primera parte

 

               La noche había sido toda una delicia. Sus amigas no consintieron en dejarla sola, organizaron para ella una fiesta. Estefanía decía que no había nada que festejar. Acababa de cortar con su pareja, con el hombre con el que había estado los últimos diez años de su vida, y lo que menos le apetecía era salir a beber y a bailar. Pero sus queridas amigas sabían que o la sacaban a que se airease un rato o terminaría hundida, llorando acurrucada con la almohada, comiendo chocolate hasta la indigestión y quién sabe qué más.

               Aunque en un primer momento se negó a salir, y tuvieron que sacarla de casa casi a rastras después de haberla vestido y maquillado a la fuerza, al final ella fue quien mejor se lo pasó. Estaba tan radiante aquella noche con su ceñido vestido de raya ejecutiva que ligó con varios chicos sin siquiera intentarlo. Uno de ellos, un muchacho de unos veinte años, se le pegó como una lapa y se ganó la confianza del grupo de amigas. Y cuando la cosa ya no daba más de sí y ya todas estaban necesitadas de una cama calentita, el chico se ofreció a acompañar a Estefanía hasta la parada del taxi.

               Una de sus amigas quiso acompañarla también, pero ella negó con la cabeza, al tiempo que le dedicaba una pícara sonrisa, dándole a entender que ya se apañaba ella sola, y finalmente se marchó con… Carlos, así se llamaba el chico. Era un apuesto muchacho de ojos azules y pelo moreno que subió al taxi con ella y, para aderezar un poco la velada en solitario que estaban a punto de comenzar, la invitó a un chupito que le sirvió en el tapón de una pequeña petaca plateada que el chico sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta negra de tercio pelo; Estefanía nunca olvidaría la suavidad y calidez de aquella chaqueta. Ella dudó un segundo, pero finalmente se lo bebió y acto seguido el muchacho le dio un beso en los labios.

               En cuanto abrió los ojos horas después supo que algo no iba bien. No recordaba absolutamente nada de lo que había pasado. Solo conservaba algunos recuerdos borrosos de haberse despedido de sus amigas. Nada más… Su cabeza estaba dentro de algo que le recordó… a un casco, a una máscara, fuera lo que fuese, estaba cegado; solo veía oscuridad. Algo duro como una piedra ocupaba su boca y le impedía hablar, solo era capaz de emitir débiles gemidos. Su acelerada respiración retumbaba en el interior de aquello que impedía que sus ojos viesen dónde se encontraba.

               Quiso llevarse una mano a la cara, pero no pudo. Tanto el brazo derecho como el izquierdo estaban inmovilizados, cada uno a una esquina de lo que parecía ser una cama; al forcejear descubrió que unas esposas se cerraban con fuerza en torno a sus muñecas. Sus piernas habían corrido la misma suerte. Ambas estaban encadenadas a las esquinas de la cama sobre la que estaba tumbada.

               Una corriente de aire frío lamió su coño, y entonces le quedó muy claro que no solo estaba encadenada, sino también desnuda. Desnuda, encadenada, cegada y amordazada. El terror la embargó. ¿Dónde diablos estaba? ¿Cómo había acabado en semejante situación? Por más que escarbaba en sus recuerdos, era incapaz de recordar el momento que la condujo a encontrarse en semejante situación…

               Llevaba años soñando con algo así, desde la última vez que vio a su mejor amigo… Adoraba que la atasen, que le hicieran cosquillas en cada rincón de su cuerpo, que la masturbasen hasta llorar, que la abandonasen a su suerte durante horas, atada, amordazada, cegada, con un vibrador enclaustrado en el interior de su coño y otro guarecido en su culo. Disfrutaba de esas prácticas tanto como podía cada vez que daba con un chico capaz de llevarlas a cabo de forma segura… Pero todo aquello no era más que un juego, uno al que hacía mucho tiempo que no jugaba. Ella siempre había soñado con un secuestro real.

    Pero en ese momento, notando el sudor frío recorriendo su cuerpo, volviéndose aún más frío por culpa de aquella corriente de aire helado, notando la impuesta inmovilidad de sus extremidades, ya no se sentía tan a gusto como ella pensaba que se sentiría si alguien la secuestrase.

    —La nena ha despertado… Es hora de que el juego comience —espetó una voz dura, grabe—. Qué coñito tan rico. Adoro los coñitos jóvenes bien afeitados, parece el coñito de una niña pequeña… —El terror se apoderó de nuevo de todo su ser. ¿Quién diablos era ese hombre?

    Por más que lo intentaba, era incapaz de recordar qué ocurrió antes de encontrarse en aquella angustiosa situación. Repentinamente, notó que unas manos ásperas y fuertes recorrían cuerpo. Primero se entretuvieron con sus pequeños pechos, jugando con sus pezones erectos por el frío. Después bajaron hasta el ombligo, y durante un rato juguetearon con él, haciéndole tantas cosquillas que sintió que se orinaba encima. Luego bajaron hasta su coño, y una de ellas se deleitó jugando con su helado clítoris, al tiempo que la otra introducía dos gruesos dedos en lo más profundo de su ser.

    —Oh, pero si te estás mojando —susurró la voz, y una húmeda lengua le lamió un pezón—. Eso quiere decir que esto te gusta… —Le encantaba, la volvía loca, sí. Había soñado con aquello durante toda su vida. Pero no así, no de esa manera, no forzada—. Nena, tú y yo nos lo vamos a pasar en grande. Primero voy a masturbarte hasta que no seas capaz más que de llorar. Después te haré cosquillas… Luego volveré a masturbarte. Y volverán las cosquillas.

     Notó que algo entraba en su coño. Parecía una polla de goma, gruesa y con vibración. Algo similar a lo anterior se abrió paso en el interior de su culo, provocándole cierto dolor. Y por último notó un objeto duro y frío contra su clítoris.

    —Respira hondo —dijo la voz—. Esto es solo un precalentamiento. Vas a estar solita unas cinco o seis horas, acompañada por los juguetes que ahora mismo voy a encender… —Los vibradores introducidos en sus orificios y el del clítoris comenzaron a vibrar con fuerza, provocando que todo su cuerpo se estremeciera.

    —¡Mph! —gimió ella.

    —Te gusta ¿verdad? Es delicioso. Yo ya me marcho, en seis o siete horas, ocho como mucho, vuelvo —dijo la voz, y ella escuchó abrirse una puerta—. Disfruta, mi princesita de ojos verdes… —Aquellas palabras la aterraron aún más. Solo una persona en este mundo la llamaba así, pero se negaba a creer que él le hubiera hecho aquello—. Cuando vuelva, te toca la siguiente parte: cosquillas. Pienso conseguir que llores, como aquella vez hace tantos años…

    —¡Nnn!

    —Oh, sí. Vas a llorar…

    La puerta se cerró y ella se quedó sola. Encadenada, amordazada, cegada y con varios vibradores zumbando en el interior de su cuerpo, en su clítoris. ¿Cuánto tardaría en volver ese misterioso hombre? Y, lo más importante, ¿realmente era quién ella sospechaba? Se negaba a creérselo, pero todo apuntaba a que era cierto.

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