Capítulo 1: Leo
Leo recordaba muy calurosa aquella mañana de principios de agosto de 1989 (algo normal en Torreleones). Tan calurosa, que, si a Leo le hubiera dado por lanzar un huevo al suelo, tras cascarse la cáscara, este no hubiera tardado ni unos segundos en freírse sobre el caluroso hormigón. El niño, de solo diez años de edad recién cumplidos aquel mismo agosto (y bastante ingenuo), deseaba con todo su ser refugiarse en alguna sombra. Pero resulta que eso, una fresca sombra en la que evitar el abrasador calor del sol, era algo prácticamente inexistente allí donde Leo vivía: las afueras de Torreleones, en una de las muchas urbanizaciones de nueva construcción que habían levantado en el anillo exterior de la ciudad, la llamada Zona Industrial (Torreleones estaba dividida en tres zonas: Antigua, Nueva e Industrial; toda la ciudad formaba un enorme círculo de unos doscientos kilómetros).
—Si al menos estuvieran aquí mis amigos… —dijo el niño esbozando una mueca de pena. Porque para colmo de males, Leo estaba más solo que la una; lo mismo que ocurría cada condenado verano.
Sus amigos: Carlos, Pedro y Luis, se marchaban en verano con sus familias de vacaciones a la costa; pasaban aquellos calurosos meses alojados en hoteles en Torremolinos, Benalmádena y Fuengirola, jugando en la piscina, en la playa, comiendo en el bufet del hotel todo aquello que se les antojase. Leo siempre había querido hacer lo mismo, pero, tras comprar el piso en la urbanización, sus padres habían quedado tan endeudados con el banco que no podían permitirse muchos gastos; la economía familiar dependía por completo del suelo de su padre, León, y no era una maravilla que se dijera. Un simple picnic a las afueras del Bosque de los Lamentos, con sándwiches de embutido y refresco barato como refrigerio era todo un lujo para ellos. Así que, además de soportar el condenado calor, Leo se aburría como una ostra cada verano porque aquella parte de Torreleones se quedaba desierta, tal y como si se tratase de una ciudad fantasma.
El niño miró fijamente hacia el polígono Tofone, que colindaba con las urbanizaciones.
—Tal vez… podría dar una vuelta por el polígono. A lo mejor encuentro algo interesante tirado en la basura. —Dio algunos pasos hacia adelante, aunque en seguida paró—. «No se te ocurra ir solo al polígono, Leo. No sabes la de peligros que se esconden allí para un niño de tu edad» —le había dicho su madre en un par de ocasiones. Ángela le tenía totalmente prohibido ir al polígono. Leo solía ir de todos modos, pero con sus amigos—. Mejor no… —No quería ir al polígono sin sus amigos. ¿Qué iba a hacer si se encontraba algo interesante, pero era muy pesado o grande y no podía llevarlo a casa? Sería toda una desgracia. ¡Un tesoro perdido! Iba a estar perdido de todos modos, pero al menos él no lo sabría.
Leo entonces desvió la mirada hacia un lugar en el que sin duda habría sombra: el Bosque de los Lamentos. Las copas de aquellos árboles tan antiguos (más que la propia ciudad según le había dicho su madre en más de una ocasión) apenas dejaban pasar los rayos del sol, incluso en verano, que brillaba con tanta intensidad que, aunque no lo mirases, te cegaba. Mamá también le tenía prohibido ir al bosque; incluso con sus amigos. La mujer siempre le tuvo un miedo irracional al bosque (y a Gorate). Se cría a pies juntillas toda historia que circulase por la ciudad y hablase sobre aquellos lugares. Y corrían muchas historias en Torreleones que hablaban sobre los misterios de Gorate y los horrores del Bosque de los Lamentos.
A pesar de lo ingenuo que era, Leo no se creía nada de aquello ni comprendía por qué su madre sí, ni León, que siempre se burlaba de ella cuando hablaba sobre ello; la mujer tenía sus motivos, y bien fundados. Pero mamá en ese momento estaba haciendo limpieza en el trastero que venía incluido en la compra del piso: situado en lo más profundo del garaje que había bajo la Urbanización Torreleones 5. ¿Cómo iba mamá a enterarse de que había ido al bosque? Era imposible. Leo tenía el tiempo suficiente para dar un corto paseo y volver, y así refrescarse a la sombra de aquellos enormes árboles.
Sin pensarlo ni un segundo, echó a correr hacia la entrada del bosque: un arco involuntariamente formado por dos enormes algarrobos cuyas copas se habían entrelazado de tal manera que los troncos de ambos se habían combado.
—Un paseo rápido y vuelvo a casa. Lo justo para refrescarme un poco… —se dijo, sin poder evitar sentirse culpable al desobedecer a su madre. Antes de cruzar el arco, Leo miró hacia atrás, hacia Torreleones 5: desde allí veía la abarrotada terraza de su piso, situado en la quinta planta del edificio; su padre usaba aquel espacio como trastero. Y su madre como puesto de observación, vigilando que su hijo no cruzase la Puerta del Bosque, como se llamaba aquel arco de entrada formado por los algarrobos.
Por fortuna para Leo, ella seguía en el garaje, y León se encontraba en el centro de la ciudad, a la mitad de su jornada laboral.
—Cinco minutos y salgo.
Echó a correr hacia el interior del bosque. Tras él, un hombre con una larga y canosa melena negra embutido en ropas rojas y negras cruzó también el arco.