Un lugar agradable

                Hola, lector… eh… cómo iba esto… ¡Ah, sí! Me llamo Ana Ariola Chamullo y voy a contarte un suceso muy curioso que, a pesar de que no debería, guardo con total claridad en mis recuerdos…

                Me encontraba en un lugar agradable, cálido, precioso. Se trataba de una pradera amplia, verde, techada por un precioso cielo de un celeste radiante e iluminada por un intenso sol. Cientos de enormes árboles, de los que brotaban todo tipo de frutas, se extendían más allá de lo que mi vista era capaz de abarcar. A mi alrededor había personas, que, a pesar de que sus rostros parecían desdibujados, se notaba que eran felices. Estaban riendo. Sentía que quería a esas personas, que las conocía desde siempre; que habíamos formado parte de la misma familia por siglos.

            De golpe, sin tiempo a reaccionar, un halo de cegadora luz verde me envolvió. Sentí cómo tiraba de mí, elevándome en el aire; se me llevaba, alejándome de aquellas personas felices que me rodeaban. Estos, sonriendo y llorando, me despedían alzando las manos; sus rostros dejaban ver que eran conscientes de que volveríamos a vernos… Aunque habría de pasar mucho tiempo para ello.

            Volé a través de un túnel de aquella radiante luz verde. Era una sensación agradable, cálida. Sentía que todos mis recuerdos, vivencias de un sinfín de vidas, iban volviéndose cada vez más borrosos. Lo olvidé todo. Y acto seguido, la oscuridad me envolvió por completo.

            Ahora me encontraba en un lugar húmedo, cálido, muy agradable; flotando en una especie de fluido. Todo se sacudió de repente y aquel líquido en el que flotaba desapareció. Sentí que un par de manos me aferraban, tirando de mi… ¿cuerpo? Ahora tenía cuerpo. Antes no lo tenía. Allí en las praderas no son necesarios los cuerpos. Solo los Caballeros y los Guardianes los poseen.

            Abrí… ¿los ojos? Claro. Los cuerpos poseen ojos, normalmente, dos. En algunos casos tres. Otras veces ninguno. Este tenía dos. Con ellos, aunque borroso, vi un rostro que sonreía al tiempo que lloraba. Aquella criatura parecía feliz de verme.

            —Hola, mi chiquitina —me dijo aquella mujer. Yo en ese momento lloraba a voz en cuello; hacía frío fuera de aquel lugar oscuro, frío y cálido.

            —¿Cómo va a llamarse la señorita? —preguntó una voz grave, diferente a la de la criatura sonriente.

            —Se va a llamar Anita.

            Ese es el nombre que me puso mi madre. Porque esa criatura sonriente resulta que era mi madre en aquella nueva vida, la creadora (junto con papá) del cuerpo que durante algunas décadas soportaría mi alma. El de la voz grave, pues era el doctor que me había ayudado a llegar al mundo. Y eso es todo lo que soy capaz de recordar de mi nacimiento…

                Y es una suerte que lo recuerde, porque, en teoría, una persona no debe ser capaz de recordar esas cosas. Ni lo que había antes: las amplias y verdes praderas. Pero yo soy capaz. Y eso me hace feliz, porque sé que cuando muera volveré allí, al infinito prado poblado por árboles frutales, en compañía de aquellos con los que he compartido cientos de vidas, de momentos y vivencias que, cuando volvamos a estar juntos de nuevo en forma de almas, podremos compartir unos con otros.

                Lucía, Roberto y Amanda (tres de mis únicos cuatro amigos; hermanos para mí) siempre me dicen que todo esto no son más que tonterías, seguramente fruto de algún sueño que he sido capaz de recordar. Al menos Gustavo, mi cuarto amigo, mi hermano más querido, siempre me apoya… No me importa en realidad que me apoyen o no. Soy feliz siendo capaz de recordar esas cosas, porque así al menos puedo ver claramente los ilusionados rostros de mamá y papá cuando nací. Adoro recordarlos así y no tal y como los vi la última vez luego de la matanza del instituto; antes de acabar internada en el Hogar de la Virgen de las Lágrimas de Sangre junto a mis cuatro amigos.

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