—¿Necesitas ayuda? —preguntó el hombre con una voz suabe y agradable. Flora asintió—. Si es un techo lo que precisas, yo puedo proporcionártelo, además de sustento para ti y tus hijos. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Flora. Flora Mancheño del Río, señor…
—Amadeo Lepand es mi nombre, Flora. Es todo un honor para mí conocerte. —Tal vez era cosa de la imaginación de Flora, pero le parecía que el hombre brillaba; todo su cuerpo desprendía una luz blanquecina que iluminaba el sendero—. Dime, Flora, ¿necesitas un hogar? —Flora asintió.
—Pero no puedo pagarlo, ni con trabajo ni con dinero, pues mis niños son pequeños y requieren cuidados. —Amadeo sonrió, mostrando una perfecta dentadura de un blanco radiante.
—Allá donde yo vivo, el dinero no es necesario, Flora. Puedo proporcionarte un hogar, un techo para tus niños y comida, y no tendrás que pagar nada por ello… —A pesar de que deseaba confiar en aquel misterioso hombre, Flora desconfiaba.
—¿Y dónde se encuentra ese lugar del que me habla? Por aquí no hay nada, solo… esa ciudadela —dijo la mujer estudiando a Amadeo. El hombre sonrió de nuevo.
Alzó la mano derecha, y con un solo movimiento hizo que dos de aquellos gruesos y oscuros árboles se separasen, revelando un sendero oculto; una luz cálida y radiante lo iluminaba. Se oía el cantar de miles de pajarillo felices, el correteo de ardillas; un suave y dulce aroma a flores y a fruta madura inundó las fosas nasales de Flora y sus hijos. Amadeo Lepand la observaba fijamente, señalando el sendero con su mano izquierda y dedicándoles a los cuatro una amplia sonrisa.
—Ven conmigo, Flora, y gozarás de un techo sobre vuestras cabezas y de comida caliente sobre la mesa. Vivirás en mi pequeña aldea todo el tiempo que quieras, o para siempre, si es eso lo que deseas.
—Mama… hamme —dijo penosamente Emilio, el más pequeño de los tres hijos de Flora. Los otros dos asintieron acompañando a su hermano; sus tripas rugiendo como leones. A la mujer se le compungió el rostro.
El condenado Fermín la había lanzado a la calle sin siquiera darle algo de sustento. Y su buen vecino, aquel que le había regalado el burro, solo había podido darle un pequeño pan horneado aquella misma mañana; lo cual le había ganado una buena bronca por parte de su esposa. Amadeo sonrió mirando fijamente a los niños. Luego de acariciar un pequeño monigote marrón que colgaba de sus ropas verdes, juntó ambas manos, formando una especie de cuento.
—Caäijisoleounn yeoda utosaienöto —susurró Amadeo, los ojos de Flora abiertos como platos al ver que entre las manos del hombre comenzaba a brillar una tenue luz—. Una jisoye edarmefeum jisele maedamel ain helemeutlet… —conforme el hombre terminó de pronunciar aquellas extrañas palabras que Flora jamás había oído, en sus manos cobraron forma cuatro manzanas rojas, de aspecto dulce y delicioso. Se las tendió a Flora y a sus hijos.
Los niños enseguida quisieron cogerlas, pero Flora, santiguándose, los retuvo. ¡Ese hombre era un brujo! Uno de los habitantes de la ciudadela. ¡Ahora ella era capaz de ver más allá de la agradable estampa que el extraño le mostraba! Seguro que pretendía engañarla con comida y amabilidad para luego conducirlos hasta aquella ciudad de edificios negros y luego…
—¡Aléjate de nosotros, brujo! —gritó Flora—. Eres uno de ellos… —Amadeo compungió el rostro negando con la cabeza.
—No, Flora, no vengo de Hosleguna… —dijo el hombre con pena—. El lugar al que quiero llevarte es una pequeña aldea en la que todos viven felices. Donde la comida es abundante y exquisita. No quiero lastimarte, ni a tus pequeños, solo pretendo ayudarte. —Flora se alejaba caminando hacia atrás, hacia el norte—. Flora, por favor, ven conmigo… o es posible que tú y tus hijos no veáis un nuevo día.
La mujer se alejó tirando del burro y de Pedro, que trataba de avanzar hacia Amadeo para tomar las manzanas. El hombre los observó hasta que se perdieron tras un el tronco de uno enorme castaño. Una mujer con el cabello largo y rojo, vestida de rojo de los pies a la cabeza con ropa cara y elegante, surgió del sendero verde y luminoso que el hombre había invocado.
—¿Qué ocurre, Lepand? —preguntó, un repetitivo tic, tac, tic, tac la acompañaba, como si procediera de su propio cuerpo—. ¿Dónde están la mujer y los niños? —Amadeo negó con la cabeza.
—Ella no estaba preparada para venir con nosotros… —dijo con la voz rota—. La Hermandad va a contar con tres nuevos integrantes, o tal vez con el ingrediente necesario para alguna de sus atrocidades. —La mujer lo observaba fijamente con un rostro precioso, aunque inexpresivo, idéntico al de una muñeca de porcelana.
—No todos están listos para la Aldea, Lepand. Ya lo sabes —dijo secamente la mujer al tiempo que se giraba, sus movimientos iguales a los de un muñeco de cuerda—. Vamos, Lepand, hemos de cerrar el vórtice antes de que algún Devoto lo descubra. No quiero tener que transportar toda la Fábrica a otra parte porque a esos locos al servicio de Baimoth les dé por invadirnos… Nolf disfrutaría mucho masacrando a todos los que allí viven. —Amadeo asintió.
Ambos se internaron en el luminoso sendero, y acto seguido los árboles volvieron a juntarse, ocultándolo de nuevo.
Flora sabía que no debía ir hacia el norte. Pero después de lo que acababa de presenciar luego de haber caminado hacia el sur, donde aquel extraño hombre los había asaltado, no veía otra solución más que caminar un momento hacia el norte para tomar un sendero que Higinio le había descrito, que conducía al este, hacia Moclinejo.
Luego de un buen rato caminando por los intrincados senderos del bosque tuvo que montar a Pedro en el burro, puesto que el niño no era capaz de dar un solo paso más por el desigual terreno bajo sus pequeños pies. Ella tuvo que cargar en brazos a José, el niño de tres años, para no sobre esforzar al animal; si se moría del esfuerzo, ¿qué iba a ser de ella y de sus niños?
La mujer caminó mucho aquel día, tanto que llegó un momento en que no fue capaz de dar un solo paso más. Entonces, aunque no lo deseaba, se vio obligada a acampar junto a sus hijos en el hueco abierto en el grueso tronco de un descomunal nogal (se lo conocía como Árbol Cueva, y si esa tonta humana llega a saber hacia dónde conducía la cueva…). Improvisó una pequeña tienda de campaña empleando algunas mantas. Luego cogió la hogaza de pan que su vecino le había dado y la partió en cuatro pedazos, uno pequeño para ella y tres más grandes. Sirvió un vaso de agua para cada niño con el que acompañar el pan; ella lo comió sin agua, para no gastarla. No podía quedarse sin agua, pues sus niños podían morir de sed.
Luego de haber comido, siendo ya las seis de la tarde, el bosque más oscuro que cuando se adentraron en su interior, los cuatro se dispusieron a dormir. Flora era consciente de que acampar allí no era una buena idea, pero menos buena le parecía la idea de caminar de noche por el bosque, expuestos a vete tú a saber qué criaturas. Nunca se había creído aquellos cuentos, pero después de haberse topado con el hombre… con Amadeo, con ese brujo adorador del diablo, ahora comenzaba a creérselas un poco más.
—Dios mío —dijo con las manos entrelazadas, mirando de reojo a sus niños, que ya dormían—. Por favor, te ruego un poco de ayuda… solo un poco. —Luego de eso se acorrucó con sus hijos y se dejó llevar por el sueño.
El bosque se volvió más frío y oscuro transcurridas un par de horas desde que se durmieron. La noche había caído por completo. Ahora el bosque hacía honor a su nombre, pues todo cuanto los rodeaba era penumbra; una espesa oscuridad que no permitía ver más allá de un palmo. Pedro despertó sobresaltado por un ruido. Le había parecido oír pisadas amortiguadas por las hojas de los árboles, acompañadas de un tintineo metálico.
—«¿Por qué no nos fuimos con ese hombre tan bueno?» —se preguntó el niño mirando de reojo a Flora, que dormía profundamente acorrucada con sus hermanos—. «A estas horas estaríamos durmiendo en una cama calentita, después de haber disfrutado de una cena calentita…»
El sonido de pasos y el tintineo metálico se repitió, y Pedro decidió salir de la improvisada tienda de campaña para comprobar qué ocurría. Él era el mayor de los tres hermanos, y, por tanto, ahora que su padre ya no estaba con ellos su obligación era la de proteger a su madre y a sus hermanitos.
Temblando de miedo, el niño descorrió la manta que hacía las veces de puerta y salió de la tienda, volviendo a cerrarla a su espalda. Si dentro hacía frío, afuera era todavía peor; pinchaba, como si le estuvieran lanzando un millón de agujas desde todas partes. Una espesa bruma inundaba los senderos del bosque, haciendo casi imposible que Pedro viera nada a su alrededor. El niño se irguió y se armó con el primer palo que sus temblorosas manos palparon en el suelo. El sonido de pisadas parecía provenir de un poco más adelante, al igual que el tintineo.
—¿Estás seguro? —dijo una voz algo metalizada. El sonido provenía de detrás de un grueso tronco que pertenecía a una alta encina.
—Sí… Ya te lo he dicho antes. Una madre con sus tres hijos vaga por el bosque. El maestro Nolf precisa de tres almas puras para no sé qué… Si encontramos a la mujer y a los niños, nos ahorraremos de ir hasta Alderete para raptarlos allí. Y de paso podemos quedarnos a la madre… —dijo otra voz, también metalizada.
Pedro se envaró sosteniendo con fuerza el palo. Esos extraños pretendían hacerles daño a sus hermanos, a su madre y a él… ¡Pues no iba a permitirlo! Caminó decidido hacia el árbol tras el cual hablaban los extraños. Sus ojos captaron un destello rojizo. Parecía proceder de detrás de aquel tronco. Seguro que los extraños estaban haciendo fuego.
Dos figuras rodearon el árbol. Los extraños iban enfundados de la cabeza a los pies en armaduras de placas negras y rojas coronadas por yelmos negros que ocultaban sus identidades detrás de máscaras rojas que simulaban ser un rostro andrógino; en la pechera negra se distinguía un dibujo en rojo de lo que parecía ser un ojo rodeado por un círculo y unos extraños símbolos. Ambos miraron fijamente al niño, uno con unos ojos de un intenso azul que resplandecían detrás de la máscara, y el otro con unos brillantes ojos rojos.
—¿Ves? —dijo el de los ojos rojos, señalando a Pedro—. Aquí tienes a uno de ellos.
—¿¡Quién… —comenzó a gritar Pedro, pero de súbito la voz lo abandonó. El hombre de los ojos azules alzaba una mano apuntando hacia él, una cuenta roja destellando en un anillo de plata que el hombre llevaba en el dedo índice.
Pedro quiso correr para avisar a su madre del peligro, pero el hombre los ojos rojos susurró Yisotoyel, y todo su cuerpo quedó rígido como si de un tronco se tratase. El extraño se acercó a él y lo cargó en brazos sin ningún esfuerzo.
Continúa en la Parte III