La historia de Flora. Parte II

        —¿Necesitas ayuda? —preguntó el hombre con una voz suabe y agradable. Flora asintió—. Si es un techo lo que precisas, yo puedo proporcionártelo, además de sustento para ti y tus hijos. ¿Cuál es tu nombre?

        —Me llamo Flora. Flora Mancheño del Río, señor…

        —Amadeo Lepand es mi nombre, Flora. Es todo un honor para mí conocerte. —Tal vez era cosa de la imaginación de Flora, pero le parecía que el hombre brillaba; todo su cuerpo desprendía una luz blanquecina que iluminaba el sendero—. Dime, Flora, ¿necesitas un hogar? —Flora asintió.

        —Pero no puedo pagarlo, ni con trabajo ni con dinero, pues mis niños son pequeños y requieren cuidados. —Amadeo sonrió, mostrando una perfecta dentadura de un blanco radiante.

        —Allá donde yo vivo, el dinero no es necesario, Flora. Puedo proporcionarte un hogar, un techo para tus niños y comida, y no tendrás que pagar nada por ello… —A pesar de que deseaba confiar en aquel misterioso hombre, Flora desconfiaba.

        —¿Y dónde se encuentra ese lugar del que me habla? Por aquí no hay nada, solo… esa ciudadela —dijo la mujer estudiando a Amadeo. El hombre sonrió de nuevo.

        Alzó la mano derecha, y con un solo movimiento hizo que dos de aquellos gruesos y oscuros árboles se separasen, revelando un sendero oculto; una luz cálida y radiante lo iluminaba. Se oía el cantar de miles de pajarillo felices, el correteo de ardillas; un suave y dulce aroma a flores y a fruta madura inundó las fosas nasales de Flora y sus hijos. Amadeo Lepand la observaba fijamente, señalando el sendero con su mano izquierda y dedicándoles a los cuatro una amplia sonrisa.

        —Ven conmigo, Flora, y gozarás de un techo sobre vuestras cabezas y de comida caliente sobre la mesa. Vivirás en mi pequeña aldea todo el tiempo que quieras, o para siempre, si es eso lo que deseas.

        —Mama… hamme —dijo penosamente Emilio, el más pequeño de los tres hijos de Flora. Los otros dos asintieron acompañando a su hermano; sus tripas rugiendo como leones. A la mujer se le compungió el rostro.

        El condenado Fermín la había lanzado a la calle sin siquiera darle algo de sustento. Y su buen vecino, aquel que le había regalado el burro, solo había podido darle un pequeño pan horneado aquella misma mañana; lo cual le había ganado una buena bronca por parte de su esposa. Amadeo sonrió mirando fijamente a los niños. Luego de acariciar un pequeño monigote marrón que colgaba de sus ropas verdes, juntó ambas manos, formando una especie de cuento.

        —Caäijisoleounn yeoda utosaienöto —susurró Amadeo, los ojos de Flora abiertos como platos al ver que entre las manos del hombre comenzaba a brillar una tenue luz—. Una jisoye edarmefeum jisele maedamel ain helemeutlet —conforme el hombre terminó de pronunciar aquellas extrañas palabras que Flora jamás había oído, en sus manos cobraron forma cuatro manzanas rojas, de aspecto dulce y delicioso. Se las tendió a Flora y a sus hijos.

        Los niños enseguida quisieron cogerlas, pero Flora, santiguándose, los retuvo. ¡Ese hombre era un brujo! Uno de los habitantes de la ciudadela. ¡Ahora ella era capaz de ver más allá de la agradable estampa que el extraño le mostraba! Seguro que pretendía engañarla con comida y amabilidad para luego conducirlos hasta aquella ciudad de edificios negros y luego…

        —¡Aléjate de nosotros, brujo! —gritó Flora—. Eres uno de ellos… —Amadeo compungió el rostro negando con la cabeza.

        —No, Flora, no vengo de Hosleguna… —dijo el hombre con pena—. El lugar al que quiero llevarte es una pequeña aldea en la que todos viven felices. Donde la comida es abundante y exquisita. No quiero lastimarte, ni a tus pequeños, solo pretendo ayudarte. —Flora se alejaba caminando hacia atrás, hacia el norte—. Flora, por favor, ven conmigo… o es posible que tú y tus hijos no veáis un nuevo día.

        La mujer se alejó tirando del burro y de Pedro, que trataba de avanzar hacia Amadeo para tomar las manzanas. El hombre los observó hasta que se perdieron tras un el tronco de uno enorme castaño. Una mujer con el cabello largo y rojo, vestida de rojo de los pies a la cabeza con ropa cara y elegante, surgió del sendero verde y luminoso que el hombre había invocado.

        —¿Qué ocurre, Lepand? —preguntó, un repetitivo tic, tac, tic, tac la acompañaba, como si procediera de su propio cuerpo—. ¿Dónde están la mujer y los niños? —Amadeo negó con la cabeza.

        —Ella no estaba preparada para venir con nosotros… —dijo con la voz rota—. La Hermandad va a contar con tres nuevos integrantes, o tal vez con el ingrediente necesario para alguna de sus atrocidades. —La mujer lo observaba fijamente con un rostro precioso, aunque inexpresivo, idéntico al de una muñeca de porcelana.

        —No todos están listos para la Aldea, Lepand. Ya lo sabes —dijo secamente la mujer al tiempo que se giraba, sus movimientos iguales a los de un muñeco de cuerda—. Vamos, Lepand, hemos de cerrar el vórtice antes de que algún Devoto lo descubra. No quiero tener que transportar toda la Fábrica a otra parte porque a esos locos al servicio de Baimoth les dé por invadirnos… Nolf disfrutaría mucho masacrando a todos los que allí viven. —Amadeo asintió.

        Ambos se internaron en el luminoso sendero, y acto seguido los árboles volvieron a juntarse, ocultándolo de nuevo.

        Flora sabía que no debía ir hacia el norte. Pero después de lo que acababa de presenciar luego de haber caminado hacia el sur, donde aquel extraño hombre los había asaltado, no veía otra solución más que caminar un momento hacia el norte para tomar un sendero que Higinio le había descrito, que conducía al este, hacia Moclinejo.

        Luego de un buen rato caminando por los intrincados senderos del bosque tuvo que montar a Pedro en el burro, puesto que el niño no era capaz de dar un solo paso más por el desigual terreno bajo sus pequeños pies. Ella tuvo que cargar en brazos a José, el niño de tres años, para no sobre esforzar al animal; si se moría del esfuerzo, ¿qué iba a ser de ella y de sus niños?

        La mujer caminó mucho aquel día, tanto que llegó un momento en que no fue capaz de dar un solo paso más. Entonces, aunque no lo deseaba, se vio obligada a acampar junto a sus hijos en el hueco abierto en el grueso tronco de un descomunal nogal (se lo conocía como Árbol Cueva, y si esa tonta humana llega a saber hacia dónde conducía la cueva…). Improvisó una pequeña tienda de campaña empleando algunas mantas. Luego cogió la hogaza de pan que su vecino le había dado y la partió en cuatro pedazos, uno pequeño para ella y tres más grandes. Sirvió un vaso de agua para cada niño con el que acompañar el pan; ella lo comió sin agua, para no gastarla. No podía quedarse sin agua, pues sus niños podían morir de sed.

        Luego de haber comido, siendo ya las seis de la tarde, el bosque más oscuro que cuando se adentraron en su interior, los cuatro se dispusieron a dormir. Flora era consciente de que acampar allí no era una buena idea, pero menos buena le parecía la idea de caminar de noche por el bosque, expuestos a vete tú a saber qué criaturas. Nunca se había creído aquellos cuentos, pero después de haberse topado con el hombre… con Amadeo, con ese brujo adorador del diablo, ahora comenzaba a creérselas un poco más.

        —Dios mío —dijo con las manos entrelazadas, mirando de reojo a sus niños, que ya dormían—. Por favor, te ruego un poco de ayuda… solo un poco. —Luego de eso se acorrucó con sus hijos y se dejó llevar por el sueño.

        El bosque se volvió más frío y oscuro transcurridas un par de horas desde que se durmieron. La noche había caído por completo. Ahora el bosque hacía honor a su nombre, pues todo cuanto los rodeaba era penumbra; una espesa oscuridad que no permitía ver más allá de un palmo. Pedro despertó sobresaltado por un ruido. Le había parecido oír pisadas amortiguadas por las hojas de los árboles, acompañadas de un tintineo metálico.

        —«¿Por qué no nos fuimos con ese hombre tan bueno?» —se preguntó el niño mirando de reojo a Flora, que dormía profundamente acorrucada con sus hermanos—. «A estas horas estaríamos durmiendo en una cama calentita, después de haber disfrutado de una cena calentita…»

        El sonido de pasos y el tintineo metálico se repitió, y Pedro decidió salir de la improvisada tienda de campaña para comprobar qué ocurría. Él era el mayor de los tres hermanos, y, por tanto, ahora que su padre ya no estaba con ellos su obligación era la de proteger a su madre y a sus hermanitos.

        Temblando de miedo, el niño descorrió la manta que hacía las veces de puerta y salió de la tienda, volviendo a cerrarla a su espalda. Si dentro hacía frío, afuera era todavía peor; pinchaba, como si le estuvieran lanzando un millón de agujas desde todas partes. Una espesa bruma inundaba los senderos del bosque, haciendo casi imposible que Pedro viera nada a su alrededor. El niño se irguió y se armó con el primer palo que sus temblorosas manos palparon en el suelo. El sonido de pisadas parecía provenir de un poco más adelante, al igual que el tintineo.

        —¿Estás seguro? —dijo una voz algo metalizada. El sonido provenía de detrás de un grueso tronco que pertenecía a una alta encina.

        —Sí… Ya te lo he dicho antes. Una madre con sus tres hijos vaga por el bosque. El maestro Nolf precisa de tres almas puras para no sé qué… Si encontramos a la mujer y a los niños, nos ahorraremos de ir hasta Alderete para raptarlos allí. Y de paso podemos quedarnos a la madre… —dijo otra voz, también metalizada.

        Pedro se envaró sosteniendo con fuerza el palo. Esos extraños pretendían hacerles daño a sus hermanos, a su madre y a él… ¡Pues no iba a permitirlo! Caminó decidido hacia el árbol tras el cual hablaban los extraños. Sus ojos captaron un destello rojizo. Parecía proceder de detrás de aquel tronco. Seguro que los extraños estaban haciendo fuego.

        Dos figuras rodearon el árbol. Los extraños iban enfundados de la cabeza a los pies en armaduras de placas negras y rojas coronadas por yelmos negros que ocultaban sus identidades detrás de máscaras rojas que simulaban ser un rostro andrógino; en la pechera negra se distinguía un dibujo en rojo de lo que parecía ser un ojo rodeado por un círculo y unos extraños símbolos. Ambos miraron fijamente al niño, uno con unos ojos de un intenso azul que resplandecían detrás de la máscara, y el otro con unos brillantes ojos rojos.

        —¿Ves? —dijo el de los ojos rojos, señalando a Pedro—. Aquí tienes a uno de ellos.

        —¿¡Quién… —comenzó a gritar Pedro, pero de súbito la voz lo abandonó. El hombre de los ojos azules alzaba una mano apuntando hacia él, una cuenta roja destellando en un anillo de plata que el hombre llevaba en el dedo índice.

        Pedro quiso correr para avisar a su madre del peligro, pero el hombre los ojos rojos susurró Yisotoyel, y todo su cuerpo quedó rígido como si de un tronco se tratase. El extraño se acercó a él y lo cargó en brazos sin ningún esfuerzo.

Continúa en la Parte III

La historia de Flora. Parte I

 

       Os presento a continuación la primera parte de la historia de Flora: el origen del nombre Bosque de los Lamentos, narrada por Grímory, personaje que aparece en el libro que pronto publicaré: Gorate. Volumen I: La historia de Emily.        

       Hola, lector… Me llamo Grímory, ¡y soy simplemente maravilloso! —Unas estridentes carcajadas escaparon de su boca—. Y tú eres condenadamente feo… Pero bueno. Dejemos de lado tus defectos y centrémonos en el asunto que nos compete…

       He de suponer que conocerás Gorate, un pequeño pueblecito atestado de casitas de piedra gris coronadas con negros tejados de piedra pizarra y a, por decirlo de algún modo, su hija, o tal vez hermana, la ciudad de Torreleones, ubicados tanto uno como la otra en la provincia de Málaga. Si no los conoces, ¡ve y léete sus respectivas secciones del blog! Si ya lo has hecho, estoy seguro de que recordarás el Bosque de los Lamentos, ese oscuro y largo brazo formado por árboles antiguos y enormes que une el pueblo con la ciudad.

       En otros tiempos el bosque fue conocido como Bosque de la Oscuridad, ello debido a que la luz del sol apenas era capaz de penetrar entre las frondas copas de aquellos gigantescos árboles, condenado al bosque a una casi perpetua penumbra. También se llamaba así por otro motivo, que no es de tu incumbencia. A continuación, voy a narrarte la historia de origen del nombre Bosque de los Lamentos, que sustituyó al otro, relegándolo para siempre al olvido para el común de los mortales…

       Aquella mañana, cinco de febrero del año 1450 de nuestra era, amaneció gris, fría y cortante. Una mujer lloraba delante de la puerta de una modesta casita de piedra… (por eso detesto a los humanos, son unos lloricas). Sus lamentos rompían la paz de la pequeña aldea de Alderete (hoy en día desaparecida, y fue por mi culpa). Arrodillada en el suelo, abrazando a sus tres hijos, le imploraba piedad al dueño del que hasta ahora había sido su hogar, un hombre calvo, cojo y ciego de un ojo (todo un portento). Fermín, que así se llamaba el propietario de buena parte de las casas de la aldea y de un descomunal rebaño de cabras y ovejas que precisaba de varios pastores para su cuidado, observaba impasible cómo un par de mozos sacaban de la casa los enseres de la desdichada.

            —Pero señor, por favor, no tengo a dónde ir… —Lamentaba la mujer—. Solo… solo le pido algo de tiempo. En cuanto crezca, Pedro, el mayor de mis hijos, ocupará el puesto de su padre. —El hombre rio.

          —Mujer, ya sabes cuál era el trato: casa y comida a cambio de trabajo. Tu marido cumplía esa función mientras que tú te dedicabas a criar a sus hijos y a mantenerle la cama caliente… ¡Pero él ha muerto, y yo no voy a cargar contigo y con tus niños hasta que uno de ellos crezca lo suficiente como para ganarse el techo y el sustento del resto! —espetó cruelmente, carente de cualquier tipo de emoción.

       Un coro de mujeres, todas ellas inquilinas de Fermín, lloraba observando lo ocurrido. El hombre clavó en ellas su ojo bueno y, temerosas de que decidiera pagar el enfado con sus familias, de inmediato todas se marcharon (otro punto negativo de los humanos… ese egoísmo innato del que todos hacéis gala en momentos como el aquí descrito). Mientras las mujeres huían, Nicolás, vecino de la desconsolada mujer y amigo de su difunto esposo, se plantó allí tirando de un viejo y delgado burro con el pelaje gris.

       El pobre animal se encontraba ya al final de sus días, próximo a ser sacrificado. Pero en vez de matarlo, el hombre decidió regalárselo a la que había sido su vecina hasta ese mismo día. El hombre, un pastor de bastante edad, sabía que aquello no era mucho, pero no había nada más que él pudiera hacer; tenía una familia propia a la que mantener y no disponía de recursos de sobra para hacerse cargo de los hijos de Flora y de ella hasta que el mayor de sus hijos pudiera ganar el sustento de todos.

       La mujer cargó sus escasas pertenencias sobre el lomo del animal y a sus dos hijos más pequeños, Emilio y Armando, de tres y cuatro años. Luego le cargó al mayor, de ocho, algunos bultos más y todos juntos se encaminaron hacia… ¿dónde? Era la pregunta que atormentaba la mente de Flora. ¿Adónde iba a ir con sus tres hijos? Tal vez… si se librase de ellos, ella podría encontrar otro hombre. Solo tenía veinte años, seguía siendo joven, seguro que algún pastor solterón de la aldea bien entrado en años se casaba con ella de buena gana y de ese modo no pasaría necesidad.

       —¿En qué estoy pensando? —se dijo, asqueada consigo misma. Se negaba a renunciar a sus niños. Suponían toda una carga ahora que su padre había muerto, pero jamás los abandonaría. Antes prefería matarlos y luego quitarse ella la vida—. Encontraremos un lugar…

       Aquel día el viento cortaba tanto como una cuchilla bien afilada. Sin duda alguna no era el día más apropiado para vagar por los campos cercanos a Alderete en busca de un nuevo hogar, pero tampoco podía quedarse a la intemperie; sus dos hijos más pequeños podrían enfermar y morir. Mientras barajaba una posible solución a sus problemas (tal vez… suplicarles ayuda a sus padres, o a sus hermanos), sus ojos enfocaron un lugar en el que nunca se había atrevido a adentrarse… el Bosque de la Oscuridad. Alderete se encontraba justo delante de la parte central del bosque, en línea recta con uno de los senderos de acceso al mismo.

       Corrían por la aldea todo tipo de cuentos y leyendas que hablaban sobre los terrores de aquel bosque: criaturas imposibles rondando sus oscuros senderos, personas desaparecidas misteriosamente, entre otras tantas cosas más… Aunque también había oído que, gracias al grosor de los troncos y a lo próximos que los árboles estaban entre sí, el viento apenas corría en el interior del bosque.

       —¿Qué otra cosa puedo hacer si no? —se dijo, observando aquella vasta negrura con unos ojos llorosos—. Aunque me encamine hoy hacia allí, no voy a llegar hasta dentro de algunos días… y eso contando con que el borrico no se muera por el camino. —Flora era originaria de Ronda, muy lejos de la zona este de Málaga, donde se encontraba la aldea de Alderete.

       Allí vivían sus padres y sus hermanos, al menos así era cuando ella se casó con Higinio, su marido hasta hacía unos días. Pero hacía diez años que no los veía. Su esposo había nacido y crecido en Moclinejo, un pueblo cercano a Alderete, y conforme se casaron, el hombre insistió en volver a su hogar; aunque al final habían acabado en aquella pequeña aldea, hospedados y alimentados por Fermín a cambio de trabajo.

       Aunque Pedro se negaba, la mujer encauzó al burro hacia el Bosque de la Oscuridad. En solo unos minutos pasaron de caminar por las frías llanuras que rodeaban Alderete a estar envueltos por la espesa oscuridad del frío bosque; frío, sí, pero sin viento que los azotase. Aunque aquel día el cielo permanecía oculto tras un grueso manto de nubes grises y negras, y a pesar de que todos decían lo contrario, una suave luz grisácea iluminaba los senderos del bosque, permitiendo a Flora guiar al burro sin mucha dificultad. Enfiló el sendero más ancho de todos los que encontró al internarse en aquel océano de árboles altos y gruesos.

       Tenía muy claro que no debía ir nunca hacia el norte. ¿Por qué? Te preguntarás… Porque caminando en aquella dirección se llegaba a la Ciudadela oscura, como los aldereños la llamaban, y nadie quería ir a ese horrible lugar habitado por adoradores de los demonios. Flora no creía ni una de las historias sobre las supuestas criaturas que poblaban el Bosque de la Oscuridad, en cambio, estaba convencida de que las historias que hablaban sobre la ciudadela eran totalmente ciertas. Josefina, una antigua amiga de Flora, atravesó una vez el bosque y, nunca supo si por error o adrede, se encaminó al norte y llegó hasta aquella ciudad de resplandecientes y altos edificios negros…

       La mujer que partió de Alderete era una niña joven y risueña, de mejillas rosadas y largos cabellos rubios. En cambio, lo que volvió luego de haberse internado en la ciudadela (no voluntariamente) solo era una versión mustia y gris de aquella preciosa chica, que no vivió más que unos días antes de morir entre desesperados y aterradores gritos.

       —¿Por qué, Higinio? —musitó—. ¿Por qué tenías que irte? —Su esposo, de solo veinticinco años, había muerto de una extraña enfermedad que ni el propio cura de la aldea había sabido identificar; una mancha negra apareció en su pecho y en solo dos días se extendió por todo el cuerpo, consumiendo la vida del hombre—. Dios mío, por favor, solo necesito un poco de ayuda… un techo para que mis niños no tengan que dormir a la intemperie.

       Un destello de luz blanca la cegó a ella y a sus hijos durante unos segundos. Cuando fueran capaces de abrir los ojos, vieron delante de ellos a un hombre de largos cabellos dorados como el oro, con los ojos del mismo verde que el pasto en primavera; iba embozado en unas finas y frescas ropas del mismo verde que sus ojos, como si el frío no le molestase. Parecía ser muy joven, mucho más que Flora. Observaba a la mujer y a los niños dedicándoles una amplia sonrisa.

       —¿Es él tal vez la respuesta a mis plegarias? —pensó Flora observando al hombre. Había aparecido de la nada, debía ser un milagro… o tal vez uno de los habitantes de la ciudadela.

       Continuará en la parte II.

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Un lugar agradable

                Hola, lector… eh… cómo iba esto… ¡Ah, sí! Me llamo Ana Ariola Chamullo y voy a contarte un suceso muy curioso que, a pesar de que no debería, guardo con total claridad en mis recuerdos…

                Me encontraba en un lugar agradable, cálido, precioso. Se trataba de una pradera amplia, verde, techada por un precioso cielo de un celeste radiante e iluminada por un intenso sol. Cientos de enormes árboles, de los que brotaban todo tipo de frutas, se extendían más allá de lo que mi vista era capaz de abarcar. A mi alrededor había personas, que, a pesar de que sus rostros parecían desdibujados, se notaba que eran felices. Estaban riendo. Sentía que quería a esas personas, que las conocía desde siempre; que habíamos formado parte de la misma familia por siglos.

            De golpe, sin tiempo a reaccionar, un halo de cegadora luz verde me envolvió. Sentí cómo tiraba de mí, elevándome en el aire; se me llevaba, alejándome de aquellas personas felices que me rodeaban. Estos, sonriendo y llorando, me despedían alzando las manos; sus rostros dejaban ver que eran conscientes de que volveríamos a vernos… Aunque habría de pasar mucho tiempo para ello.

            Volé a través de un túnel de aquella radiante luz verde. Era una sensación agradable, cálida. Sentía que todos mis recuerdos, vivencias de un sinfín de vidas, iban volviéndose cada vez más borrosos. Lo olvidé todo. Y acto seguido, la oscuridad me envolvió por completo.

            Ahora me encontraba en un lugar húmedo, cálido, muy agradable; flotando en una especie de fluido. Todo se sacudió de repente y aquel líquido en el que flotaba desapareció. Sentí que un par de manos me aferraban, tirando de mi… ¿cuerpo? Ahora tenía cuerpo. Antes no lo tenía. Allí en las praderas no son necesarios los cuerpos. Solo los Caballeros y los Guardianes los poseen.

            Abrí… ¿los ojos? Claro. Los cuerpos poseen ojos, normalmente, dos. En algunos casos tres. Otras veces ninguno. Este tenía dos. Con ellos, aunque borroso, vi un rostro que sonreía al tiempo que lloraba. Aquella criatura parecía feliz de verme.

            —Hola, mi chiquitina —me dijo aquella mujer. Yo en ese momento lloraba a voz en cuello; hacía frío fuera de aquel lugar oscuro, frío y cálido.

            —¿Cómo va a llamarse la señorita? —preguntó una voz grave, diferente a la de la criatura sonriente.

            —Se va a llamar Anita.

            Ese es el nombre que me puso mi madre. Porque esa criatura sonriente resulta que era mi madre en aquella nueva vida, la creadora (junto con papá) del cuerpo que durante algunas décadas soportaría mi alma. El de la voz grave, pues era el doctor que me había ayudado a llegar al mundo. Y eso es todo lo que soy capaz de recordar de mi nacimiento…

                Y es una suerte que lo recuerde, porque, en teoría, una persona no debe ser capaz de recordar esas cosas. Ni lo que había antes: las amplias y verdes praderas. Pero yo soy capaz. Y eso me hace feliz, porque sé que cuando muera volveré allí, al infinito prado poblado por árboles frutales, en compañía de aquellos con los que he compartido cientos de vidas, de momentos y vivencias que, cuando volvamos a estar juntos de nuevo en forma de almas, podremos compartir unos con otros.

                Lucía, Roberto y Amanda (tres de mis únicos cuatro amigos; hermanos para mí) siempre me dicen que todo esto no son más que tonterías, seguramente fruto de algún sueño que he sido capaz de recordar. Al menos Gustavo, mi cuarto amigo, mi hermano más querido, siempre me apoya… No me importa en realidad que me apoyen o no. Soy feliz siendo capaz de recordar esas cosas, porque así al menos puedo ver claramente los ilusionados rostros de mamá y papá cuando nací. Adoro recordarlos así y no tal y como los vi la última vez luego de la matanza del instituto; antes de acabar internada en el Hogar de la Virgen de las Lágrimas de Sangre junto a mis cuatro amigos.

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Torreleones. La ciudad de los infortunios

            Hola, lector. Me llamo Leonardo Fermoselle Leflem y voy a hablarte sobre el que fue mi hogar durante mi infancia y buena parte de mi vida adulta… Hasta que me vi envuelto en el condenado plan de Grímory y tuve que huir para nunca más volver.

            La ciudad de Torreleones era conocida por muchos como la Ciudad de los Infortunios… ¿La razón? Muchas en realidad, aunque especialmente por culpa de un pozo (más adelante te contaré). Había sido construida formando un enorme círculo de aproximadamente unos doscientos quince kilómetros de diámetro dividido en tres anillos. En el centro de dicho círculo se alzaba dominante el monumento que le otorgaba su nombre a la ciudad: la Torre de los Leones, que en otros tiempos fue el acceso a las minas (las cuales no contenía precisamente minerales) que en 1750 originaron la fundación de la Colonia de Orate, el nombre original de Torreleones.

            Se trataba de una inmensa torre de mármol blanco que simulaba ser un faro portuario, una imitación del Faro del puerto de Málaga. Su base, de mármol negro, estaba rodeada por seis leones de bronce, todos ellos sentados sobre los cuartos traseros. El primer anillo, conocido como Zona Antigua, se cerraba alrededor del monumento; allí se encontraban las primeras casas que los mineros de la colonia construyeron, todas ellas idénticas a las de Gorate. El segundo, la Zona Nueva, conformado mayormente por altos edificios de los años cincuenta en adelante, se cerraba alrededor del primero. Y finalmente el tercero, la Zona Industrial, un polígono (conocido como Polígono Tofone) circular colmado de antiguas naves industriales, chalets y alguna que otra urbanización, que rodeaba a toda la ciudad y colindaba con el Bosque de los Lamentos, conectándose así con Gorate.

            Al igual que en el caso de Gorate, la ciudad de Torreleones ha sido casi desde el mismo momento de su fundación (por Amancio Salazar Tofone y Mario Domingo Telmasé) el escenario de historias misteriosas, horribles y extrañas… Una de aquellas historias habla sobre un viejo pozo que a veces aparecía de la nada en uno de los muchos senderos que atravesaban el Bosque de los Lamentos. Según se decía, si arrojabas al pozo algún objeto que tuviera para ti un alto valor sentimental (por ejemplo, esa medallita que tu abuelita ya fallecida de un tumor cerebral te regaló el día de tu comunión), este te concedía cualquier cosa que le pidieras; solo debías asomarte a la negrura que se veía desde la boca del pozo y gritar con ganas aquello que deseabas.

            Otra de aquellas historias, la más sonada, hablaba sobre la Matanza del Instituto, ocurrida en el Instituto Público Mario Domingo Telmasé en marzo de 1988. Por lo que me contaron los pocos supervivientes de aquella tragedia, una estudiante, una chica de piel macilenta y larga y brillante melena de cabello negro, masacró a la mayor parte de alumnos y docentes del centro sin siquiera tocarlos… Al parecer, con solo mirarlos, estos explotaban en mil pedazos o se retorcían como si de trapos escurriéndose se tratasen. Además de estas desgracias, la ciudad gozaba de ser la cuna de varios asesinos seriales bastante sangrientos y brutales: uno de ellos, el peor, decapitaba bebés y luego introducía su… ya sabes, por el agujero expuesto de la tráquea.

            Obviando todo esto, Torreleones era un lugar agradable para vivir, claro está, siempre que te guste vivir en una ciudad habitada por brujos, vampiros y todo tipo de criaturas sobrenaturales que se camuflaban entre los humanos comunes… Solo había un único centro comercial, el Mavi, donde podías encontrar el Duck Pizza, el Duck Noodles, y el Duck Búrguer (todos del mismo dueño), además del Torreleones Cinema y algunas tiendas de ropa. Al menos la ciudad contaba con una universidad: Universsidad Alfonso Ruiz Tofone, en cuya biblioteca, oculta a simple vista, se encontraba la entrada a un lugar bastante inusual… También contaba con un precioso hotel, el Manoir du Marquis, fundado en 1820 por los Telmasé de Gorate; un hotel en el que es mejor no hospedarte si aprecias respirar.

            Y ya no tengo nada más que contarte de Torreleones, mi amado hogar, mi querida cuidad, a la cual nunca jamás pude regresar… porque desde que todo esto comenzó, pasé a convertirme en uno de los objetivos de la Hermandad.

El Bosque de los Lamentos

             Hola, lector, me llamo Joseph Ze… mi apellido no es de tu incumbencia. Voy a hablarte sobre uno de los escenarios donde se desarrollan algunas de las historias de Gorate… El Bosque de los Lamentos era muy, muy antiguo. Se trataba de un inmenso bosque de encinas, almendros, castaños, algarrobos y nogales que formaba un largo y retorcido brazo, conectando Gorate con la ciudad de Torreleones. En otros tiempos fue conocido como Bosque de la Oscuridad, pero terminaron bautizándolo con ese otro nombre debido a una vieja historia que se contaba en la desaparecida aldea de Alderete. Narraba las penas de una madre viuda que tras fallecer su esposo tuvo que abandonar su casa en la aldea. Y al verse sin hogar y sin otra opción posible, a la mujer no le quedó otro remedio que guarecerse en el bosque con sus tres hijos… Pues bien, uno tras otro, cada uno de los niños desapareció; uno por día.

             La dolida madre terminó muriendo de pena, lamentando la pérdida de sus queridos niños. Según se decía, antes de caer muerta, la pobre infeliz recorrió el bosque una y otra vez, tanto de día como de noche, llorando y gritando el nombre de sus pequeños, lamentándose, maldiciéndose a sí misma por haber tomado la decisión de mudarse allí, condenado a sus retoños a una muerte amarga y cruel. ¿Qué los devoró? Es algo que nunca nadie averiguó. Pero sus ensordecedores lamentos sirvieron para rebautizar el bosque, porque nunca cesaron…

             Además de la desgraciada historia responsable del nombre del bosque, la cual te contaré en otra ocasión, corrían por Gorate y Torreleones todo tipo de historias que hablaban sobre puertas ocultas entre los troncos (y en el interior de los mismos) que conectaban el bosque con otros mundos. Una de esas puertas sobre la que tengo conocimiento la albergaba un grueso y alto árbol conocido como el Árbol Cueva; el tronco se abría como si de la oscura entrada una cueva se tratase, permitiendo que una persona adulta permaneciera en pie dentro de dicha apertura. Aquella misteriosa puerta conectaba con un lugar conocido como Menfeyeg Osmandle; un mundo oscuro y retorcido, sumido en una noche perpetua, habitado por criaturas que solo tendrían cabida en las peores pesadillas…

             Otra de aquellas puertas, que cambiaba continuamente de lugar, daba acceso a una extraña aldea rodeada por un frondoso bosque. Dicha puerta solo se manifestaba ante aquellos que necesitasen ayuda con urgencia y cuyo corazón fuera puro y bueno. Aquel que la cruzase jamás volvía a ser visto… La aldea era conocida como la Aldea de Lepand. Existían otras muchas puertas, algunas conectaban con Menfeyeg Osmandle y otras, con otros mundos igual de extraños. Pero ya no voy a contarte nada más…

 

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Gorate

     

            Saludos, lector. Mi nombre es Leonardo Fermoselle Leflem, y voy a hablarte sobre un lugar antiguo y misterioso; el escenario de varias de las historias de Gorate.

            Gorate era un pueblo muy, muy antiguo. Ubicado en la zona este de la provincia de Málaga, entre los pueblos Totalán y Moclinejo, fue fundado por tres misteriosas familias conocidas por los apellidos Tofone, Telmasé y Lesselt en colaboración con los habitantes de Alderete, una pequeña aldea que hoy en día ya no existe, lo fundaron en el año 1600 de nuestra era. El pueblo debe su fundación a dos milagros, conocidos desde aquel entonces como los milagros de la Virgen. Así figuraba en los libros de historia del pueblo, redactados por los Lesselt. Uno de ellos tuvo lugar el día tres de febrero del año 1600, el otro, el día cuatro de febrero del mismo año. El primero de aquellos misteriosos sucesos fue narrado en exclusiva por un hombre de mediana edad originario de Alderete, una pequeña aldea de pastores. Aquel día, el hombre guiaba a su rebaño de cabras a través de los terrenos cercanos a la alta colina sobre la que meses después comenzó a erigirse el pueblo, conocida en aquel entonces como Colina Torre Torcida. Y cuando decidió sentarse a la sombra de una alta encina, para tomar un bocado y saciar la sed, presenció la repentina aparición de una misteriosa mujer que se hizo visible luego de que un fogonazo de luz rojiza inundase por un instante el lugar, cegando al pastor durante unos segundos.

            Guiándose por la descripción del hombre, se sabe que la piel de la misteriosa mujer era tan blanca como la leche, su cabello era largo, muy largo, negro y muy brillante; sus ojos eran igual de negros que su pelo, aunque a diferencia de este, carecían de brillo, es más, ni siquiera reflejaban la luz del sol; de ellos brotaban dos sendos ríos de lágrimas tan rojas como la sangre. Según explicó el hombre, la mujer apareció sobre una enorme roca de mármol blanco a medio enterrar en mitad del campo, y conforme lo vio, comenzó a hablarle:

            —«Hijo mío, estás en presencia de la madre de Dios. He descendido de los cielos para comunicarte la voluntad del Creador». —Lamentablemente, no hay un registro fiable sobre esto, todo son teorías y suposiciones; en aquellos tiempos las personas eran bastante supersticiosas y fáciles de engañar, y no te podías fiar a la ligera de lo que te contaban. Se tiene constancia de que la Virgen le transmitió al hombre un segundo mensaje antes de desaparecer, que podrás leer en un momento. Lo siguiente que ocurrió es que conforme la Virgen desapareció, el pastor echó a correr hacia su aldea para contarle a alguien lo que acababa de ver, abandonando allí a su rebaño.

            La historia del segundo milagro es algo más creíble que la del primero, porque este fue presenciado por varias personas más. Algunas horas después marcharse, el pastor regresó en compañía de algunos de sus vecinos, a los que condujo hasta aquella enorme roca, y todos ellos vieron con asombro que las huellas de unos pies descalzos que parecían ser humanos habían quedado grabadas sobre la piedra; era como si las huellas hubieran sido herradas en el mármol. Aunque de la supuesta virgen no había ni rastro. Al día siguiente, al caer la noche, el pastor y sus vecinos acudieron nuevamente hasta donde se encontraba la piedra, esta vez en compañía del alcalde y del párroco de Alderete, para que dos altas autoridades diesen fe de que las huellas grabadas en la piedra eran reales.

            Y ambos dieron fe… sin duda alguna aquellas eran las huellas de unos pies humanos, y por su reducido tamaño, debían pertenecer a los pies de una mujer. Y también dieron fe del segundo milagro, porque conforme el alcalde, el párroco y los vecinos rodearon la piedra al tiempo que el pastor narraba por enésima vez su historia del día anterior, el cielo sobre la colina se hendió como si alguien lo hubiera cortado con un cuchillo y una luz rojiza comenzó a manar de la brecha. La raja en el cielo se ensanchó, mostrándoles un cielo que no era el mismo que tenían sobre sus cabezas. En aquel momento eran las doce en punto de la noche, y el cielo que veían a través del agujero era también un cielo nocturno. Pero este estaba poblado por estrellas que nadie conocía, algunas enormes y centelleantes, otras pequeñas y a punto de apagarse; junto a ellas brillaba con intensidad una luna tan roja como la sangre… la fuente de la luz rojiza.

            En un primer momento, tanto el pastor como sus convecinos quedaron horrorizados ante la visión de aquel extraño cielo y del misterioso astro rojo.

            —¡Esto es cosa de brujería! —clamaron algunos de ellos y el alcalde.

            —¡Es el fin del mundo! —clamó el párroco; ya sabes, los religiosos y su costumbre de asociarlo todo con el apocalipsis.

            —¡Es un milagro por obra y gracia de la Virgen! —espetaron al mismo tiempo seis misteriosas personas que segundos antes no estaban allí, todo esto mirando fijamente a los ojos de todos los presentes, que enseguida quedaron convencidos de que aquello se trataba de un milagro obrado por la misteriosa virgen que el día anterior se había manifestado ante el pastor.

            El segundo milagro validó el testimonio del pastor sobre el primero y, conforme una de aquellas extrañas personas clavó sus ojos en los de Paco —el pastor—, este transmitió el que según él era el segundo mensaje de la Virgen: «Tú y tus vecinos erigiréis un templo en mi honor en la cima de aquella colina. Y a sus pies construiréis un pueblo en el que mis fieles vivirán felices y en paz». La misteriosa virgen fue bautizada como Nuestra señora de las Lágrimas de Sangre. A la extraña luna, que desapareció junto al cielo en el que brillaba cuando la brecha volvió a cerrarse, la bautizaron como la Luna Roja. El grupo de seis personas, tres hombres y tres mujeres que al parecer debían ser parientes entre sí, recibieron el título honorífico de Fundadores, y desde aquel mismo instante guiaron a los aldeanos y les prestaron apoyo económico para comenzar a construir el pueblo tal y como les había encomendado la Virgen, y le dieron el nombre de Gorate.

            Digo que esas seis extrañas personas debían ser parientes porque cada pareja de hombre y mujer compartía rasgos muy similares entre sí. Dos de ellos eran de tez tan pálida como la de la Virgen descrita por el pastor, con la misma melena negra, larga y brillante, y con los mismos ojos negros y sin brillo; vestían de negro, de los pies a la cabeza, con ropas de muy buena calidad. Otros dos tenían una coloración de piel común y corriente, pero sus ojos eran amarillos y de pupilas verticales, similares a los ojos de los felinos, y su cabello era blanco como la nieve; estos vestían tal y como lo hiciera la nobleza por aquel entonces. Los otros dos eran bajitos y regordetes, el hombre estaba calvo en la parte superior de la cabeza, aunque de su nuca brotaba una larga melena de pelo castaño, y ambos tenían los ojos azul eléctrico y las pupilas ligeramente rectangulares, similares a las de los ojos de las cabras; estos dos vestían de forma desaliñada. Los primeros eran los Tofone, los segundos los Telmasé y los terceros los Lesselt.

            Guiados por los conocimientos de los Fundadores —todos ellos poseedores de diferentes dones, a cada cual más raro, aunque los aldeanos parecían no percatarse de ello—, los habitantes de Alderete levantaron en la cima de la colina el primer edificio del pueblo: el Convento de Nuestra Señora de las Lágrimas de Sangre, y llevaron hasta allí la gran roca de mármol para rendirle culto. Y después, siguiendo los deseos de la supuesta virgen, construyeron el resto del pueblo. Primero, la zona conocida como la Plaza Central, el centro mismo de Gorate, y desde ahí fueron extendiéndose en círculo, forrando la colina con calles y casas de piedra.

           La Colina Torre Torcida era ancha en su base, e iba estrechándose hasta terminar en una cima ligeramente plana; parecía una inmensa galleta de cucurucho helado que alguien hubiera dejado allí, tirada del revés en mitad de aquellos campos. Las calles y los edificios del pueblo descendían la colina como si se tratase de cientos de hormigas bajando por la galleta. Todo, tanto edificios como calles y calzadas, fue construido usando piedras grises de diversos tamaños talladas de forma rectangular. Se dice que las piedras habían sido extraídas de la base de la colina, y sí, provenían de ahí, pero no de una cantera, formaban parte de algo bastante antiguo… sobre lo que no voy a hablarte en esta entrada.

       Si te pica la curiosidad por conocer Gorate, puedes dirigirte a Gorate Volumen I: La historia de Emily, donde podrás leer un pequeño extracto del primero de los libros de Gorate.

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Se acerca el momento que llevo mucho tiempo esperando

        Después de un par de años largos de trabajo, de borrar, reescribir, desechar y reinventar, uno de los libros que comencé a escribir en 2019, el fatídico año del confinamiento, ya casi está listo. El libro ha ido mutando progresivamente, pasando de ser un solo libro a convertirse en una saga de aproximadamente doce tomos. El primero de ellos: Gorate. Volumen I: La historia de Emily, pronto verá la luz, probablemente en Amanzón y Bubok, y luego lo ofreceré a alguna editorial para ver si canta la liebre y deciden publicarlo. El viaje ha sido largo, a ratos pesado, a ratos estresante, pero finalmente ha terminado dando sus frutos. Había muchas cosas que debía aprender antes de lanzarme a publicar, por ejemplo: aprender a escribir correctamente, cosa que por pasotismo nunca había hecho, otra, a expresarme en condiciones, y necesitaba bastante entrenamiento mental para ser capaz de darle forma a todo aquello que brotaba en mi mente inquieta.

           Si tenéis curiosidad por saber qué diablos es Gorate, os dejo aquí esta página en la que se describe el pueblo, uno de los escenarios de las historias de estos libros. También tenéis disponible un extracto de dicho libro (que puede contener erratas y variaciones respecto a la versión final) en esta sección. Espero que mi trabajo os guste. En unos días subiré la descripción de otro de los escenarios: el Bosque de los Lamentos.

PD:
https://cecdm.es/gorate-2 (descripción de Gorate)
https://cecdm.es/gorate (extracto del primer libro)

 

Juntos para siempre

                Por si te lo estás preguntando, no, el título de este relato nada tiene que ver con la canción que Alejando Lerner lanzó en los años noventa. Este relato habla sobre la preciosa historia de amor que viví con ella… con mi amada Laura.

                Supe que estábamos destinados a estar juntos para siempre desde el mismo instante en el que la vi por primera vez aquella mañana de 2005. Iba enfundada en unos tejados anchos, que aún así resaltaban su redondeado culo adolescente. Una camiseta de Iron Maiden bastante maltratada hacía el intento de ocultar sus pechos firmes y duros como rocas. Su cabello castaño claro y rizado ondeaba al viento aquella mañana, haciendo un contraste precioso con sus ojos azul claro. Tenía dieciséis años.

                Cuando mis ojos se clavaron en ella, Laura salía del instituto. Eran las once de la mañana. Claramente se estaba saltando las clases. Aquel día solo fui capaz de observarla desde lejos, disfrutando del contoneo de su culo azotado por su mochila negra de ACDC. Al día siguiente volví a la puerta del instituto, a la misma hora. De nuevo la vi marchándose. Esta vez sí la seguí. Necesitaba saber adónde se dirigía. Ella aún no lo sabía, pero nuestro destino estaba escrito; íbamos a estar juntos para siempre. La caminata nos llevó hasta un parque que no estaba demasiado lejos del instituto. Allí la esperaban un par chicos de su edad, con las orejas y el rostro atestados de piercing, enfundados en ropa negra.

                Se sentó junto a ellos en un banco de madera y se liaron un porro. Yo pasé por delante sin querer mirarla, lo suficientemente cerca para hacerme notar. Pero ella no me vio. Era pronto para que supiese que nuestro destino era estar juntos. Sus amigos sí se fijaron en mí, y no de ellos incluso se me acercó a pedirme un euro, que le negué al tiempo que aceleraba el paso. El muchacho se enfadó y se puso algo agresivo. Tuve que hacer de tripas corazón para no destrozarlo allí mismo, ante ella y su otro amigo. Pude evitar el enfrentamiento, y conseguí mi objetivo; en un rápido vistazo, comprobé que ella me miraba. Sus ojos azules se clavaron en mí durante unos segundos y vi que un atisbo de sonrisa se dibujaba en su carita de niña.

                Conforme desperté al día siguiente me acicalé, perfilé mi perilla y repeiné mi pelo negro y lacio. Busqué entre toda mi ropa algún conjunto que resaltase mis atributos y que calzase con el de los chicos que la acompañaban. Nunca he sido un creído, pero la verdad es que siempre he podido presumir de lucir un buen cuerpo. Desde que era muy pequeño el deporte fue mi obsesión, y ello ha hecho posible que a mis cuarenta añosmi cuerpo sea pura fibra y nada de grasa. Me puse unos baqueros negros ceñidos y una camiseta negra de tirantas bastante ajustada. Con eso dejaba a la vista mis brazos fornidos y mis pectorales duros como rocas. En conjunto con mis ojos verde pistacho y mi perilla de chivo, aquello no me sentaba nada mal.

                Volví al instituto, y nuevamente la vi salir. Esta vez ella me miró, aunque no me sonrió. Aceleró el paso para llegar al parque con sus amigos. En esta ocasión no quise pasarle por delante. Si quería entablar algún tipo de relación con ella debía encontrar el modo de que evitase ese parque, o esos dos niñatos no iban a dejarme cortejarla. Nuestro destino era estar juntos para siempre, e iba a cumplirse.

                Durante varios días la esperé delante del instituto, y después la seguí hasta la entrada del parque. Ella siempre me miraba, a veces inexpresiva y otras veces con cara de enfado o de angustia. Para bien o para mal, se estaba fijando en mí. Una de aquellas muchas mañanas, cuando llegó al parque, Laura se encontró completamente sola. Sus dos amigos porretas no estaban por ninguna parte. Se dejó caer sobre el banco y sacó un pequeño reproductor de mp3 muy similar a un pendrive, se puso los casos y se perdió en sus canciones. Aquella era mi oportunidad… Pasé por delante de ella y me lanzó una penetrante mirada: entre suplicante y de enfado. Me dio la impresión de que le inspiraba cierto temor. Eso era bueno. Aunque no era el sentimiento que yo deseaba, comenzaba a sentir algo por mí… Íbamos a estar juntos para siempre.

                Una de aquellas mañanas en las que la seguía al parque decidí dar el paso, me aventuré, como se suele decir, a romper el hielo. Conforme ella se sentó en aquel banco, seguramente esperando a sus amigos, a quienes no veía desde hacía al menos un par de semanas, me senté junto a ella.

                —¿No hay otro banco más donde sentarte? —me preguntó en tono cortante, señalando con la mirada otros bancos vacíos.

                —Me gusta este. Es el mejor de todo este cochambroso parque —le respondí dedicándole la mejor de mis sonrisas.

                —¿Por qué? —espetó ella clavando en mí unos ojos coléricos.

                —Porque es el único banco donde estás tú, y eso lo convierte en el mejor de todos los que hay… —Durante unos segundos se quedó sin palabras. Luego me dedicó un amago de sonrisa y se levantó.

                Se marchó sin decir una sola palabra. Aunque aún sonreía la última vez que decidió mirarme antes de abandonar el parque. La semilla estaba ya plantada. Ahora había que regalara para que diese paso a un alto y fuerte árbol. El momento de estar juntos para siempre se acercaba…

                Durante un par de semanas aquello se repitió. La esperaba en la puerta del instituto. La acompañaba en silencio hasta el parque y nos sentábamos juntos. Al principio apenas cruzábamos algunas palabras, pero la cosa fue cambiando. Primero empezamos a charlar trivialmente, contándonos cosas de nuestro día a día. Después comenzamos a charlar de camino al parque. Y finalmente llegó la mañana en que no quiso ir allí.

                —Estoy harta del parque. Y mis amigos parecen haberse esfumado. No los encuentro ya ni por el barrio. Seguro que los han pillado pasando hierba y han acabado en el talego. —Me miró fijamente con aquellos ojos del mismo celeste del cielo—. ¿Nos vamos a otra parte?

                Paseamos por el polígono industrial próximo a su instituto. No era un lugar muy glamuroso para un paseo, pero a ninguno de los dos nos importaba. Al tiempo que charlábamos, nos perdimos por aquellas maltrechas calles atestadas de camiones, coches y furgonetas que hacían cola para acceder al repertorio de naves industriales que ocupaban a todo lo largo tanto una acera como la otra. Me contó muchas cosas sobre ella. No quería estudiar. Lo detestaba. Quería tocar el bajo en algún grupo de Heavy Metal. Me preguntó por mi vida, y tuve que contarle algunas cosas: que mi oficio era el de entrenador personal y nutricionista, entre otras tantas cosas; todo mentira. Aunque íbamos a estar juntos para siempre, no necesitaba saber a qué solía dedicarme para ganarme el pan.

                Después de un tiempo le propuse salir un fin de semana. Solo nos veíamos a diario, el lapso de tiempo que duraba su jornada en el instituto, y después se iba a casa y yo ya no volvía a saber de ella hasta la siguiente mañana, aquello suponía para mí un auténtico sinvivir, porque no sabía si volvería a verla al día siguiente. En un principio dudó, pero terminó sucumbiendo a mis encantos… Cuando llegó el ansiado fin de semana la recogí con mi flamante Kymco Venox. Alucinó, al parecer le gustaban las motos tanto como a mí. Pasamos buena parte del día en la carretera. Desde Málaga fuimos hasta Fuengirola. Allí comimos en un hindú y después paseamos hasta que nos dolieron los pies.

                Después de eso volvimos a Málaga y salimos por el centro a tomar cervezas.

                Coronamos la noche en el Mirador de Gibralfaro, bebiendo unos quintos mientras observábamos lo preciosa que era Málaga por la  noche, iluminada por miles de lucecitas que parecían que habían caído del cielo. Me besó. Era algo que no yo había calculado. Ocurrió mientras nos mirábamos fijamente. Se abalanzó hacia mí y me besó. La boca le sabía a chicle de fresa y a cerveza. Fue exquisito. Me miró fijamente y, mordiéndose levemente el labio inferior, me dijo que quería “dormir” conmigo.

                Como no quería que viera mi casa, porque aún era pronto para ello a pesar de que íbamos a estar juntos para siempre, me la llevé a la Olimpia, una pequeña pensión cerca del centro, en calle Salitre. Allí no se tomarían la molestia de pedirnos el carnet de identidad a ninguno de los dos. La noche fie mágica. La até a la cama y la follé durante horas. Su cuerpo se retorció en varios orgasmos y finalmente cayó en un profundo sopor.

                Aquella noche nació nuestra relación, y desde entonces estuvimos juntos durante dos felices años. Estar con ella era como volver de nuevo a la adolescencia. Me sentía vivo y joven. Por culpa de ciertas desavenencias con sus padres Laurita quiso mudarse a mi casa, pero yo me negué en rotundo. Aquella casita mata en el corazón del casco antiguo de Málaga era mi santuario, y aunque íbamos a estar juntos para siempre, yo no estaba dispuesto a ceder tanto. Alquilé otra casa cerca de la mía. En un primer momento el dueño no estuvo de acuerdo, pero recurriendo a mis irresistibles encantos conseguí que el hombre cambiase de parecer.

                Durante aquellos dos años vivimos una vida plena y completa. Ella ensayaba en casa con su bajo y yo me ocupaba de ganar el dinero con el que mantenernos a ambos. Por fin estábamos juntos, y sería para siempre. Cuando yo llegaba a casa, ella me esperaba desnuda, normalmente con las manos esposadas a la espalda y amordazada. Sabía que yo disfrutaba de aquello y ella era feliz complaciéndome. La follaba durante horas y después, sin siquiera desatarla, nos quedamos dormidos.

                Por desgracia, tal y como suele ocurrir, el amor se apagó, al menos por su parte. Yo seguía amándola. Después de dos años sin hablarse con ellos, hizo la paces con sus padres y acto seguido ellos quisieron conocerme, y yo me negué en rotundo. Nos los necesitaba para nada. Mi negativa hizo que su visión de mí cambiase, y nuevamente surgió el tema de la casa a la que nunca quería llevarla.

                —Tienes una casa propia, ¿por qué vivimos en una alquilada? —me preguntaba una y otra vez seguido de—: ¿Y por qué no quieres conocer a mis padres? No te entiendo, Alfonso…

                Así me llamo, Alfonso Cabrera Foneto. Llegué al mundo en 1965, en el interior de una casita gris de piedra con tejado de piedra pizarra en un pequeño pueblo llamado Gorate, ubicado en la zona este de Málaga, entre Totalán y Moclinejo, justo encima de la ciudad de Torreleones.

                Mi quería Laura cometió el error de pensar que podía marcharse. Creyó que era libre de elegir. Estaba equivocaba. Íbamos a estar juntos para siempre, quisiera o no. Una tarde, cuando volví del trabajo, la encontré haciendo las maletas. Ni siquiera quería que me acercase. Sostenía un periódico en una de sus manos: en la portaba se veía una foto de sus amigos porretas. Habían encontrado sus cuerpos enterrados cerca del maltrecho parque donde siempre solían juntarse. Me miraba con desconfianza. Y enseguida supe por qué… del bolsillo izquierdo de sus tejanos colgaba un llavero que era para mí muy familiar: una calavera blanca unida a una cadena. Eran las llaves de mi casa, de mi santuario. Había entrado, y lo había descubierto todo.

                Aprovechándome de la confianza que aún me guardaba (la justita), me dirigí a toda velocidad a la cocina, llorando como no había llorado en toda mi vida. De uno de los cajones de la isleta saqué mi cuchillo favorito, uno de cincuenta centímetros de largo de hoja, con un grosor de unos diez centímetros que se iban estrechando hasta acabar en una punta fina y tan afilada como un bisturí. Ella lo llamaba el mutilapollos, disfrutaba mucho viendo cómo troceaba pollos en cuestión de segundos con aquel cuchillo. Pobre inocente.

                Corrí hasta el salón y, clavando en ella unos ojos colmados de lágrimas, le clavé el mutilapollos en el estómago y le salió por la espalda. Repetí la operación varias veces, hasta que en sus ojos celestes como el cielo vi que la vida ya había abandonado aquel precioso cuerpo que tanto placer me brindó durante dos años. La descuarticé y guardé sus restos en el arcón de la cocina. Íbamos a estar juntos para siempre, sí o sí.

                Durante meses me dediqué a devorar su cuerpo, cada día una pequeña tajada. El último festín me lo di con una de sus redondeadas y prietas nalgas. Cociné su culito al horno con mantequilla y ajo. Fue delicioso. Con el último bocado cumplí mi deseo: ahora estábamos juntos, y sería para siempre. Y nadie iba a poder arrebatármela… Ella siempre fue mía. Tuve que degollar a sus amigos porretas para poder acercarme lo suficiente. Y tuve que asesinar al dueño de la casa en la que vivimos durante quellos dos años para que pudiésemos tener un hogar. Todo mereció la pena…

                Ahora estábamos juntos, ella formaba parte mí. Y eso duraría para siempre.

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El Guía. Capítulo 1.

        Aquella noche llovía a cantaros. Estoy seguro de que pensarás que ese término está ya muy trillado, soy consciente de ello, pero es que no parecía que lloviese; daba la sensación de que alguien en alguna parte del cielo se dedicaba a dejar caer cubetadas de agua sobre la ciudad. El ensordecedor sonido de las ambulancias y las cegadoras luces azules de los coches patrulla se combinaban con el de aquella manta de agua, creando un coctel de lo más desagradable.

       En mitad de aquel caos había una muchacha que lloraba amargamente, gritaba y se preguntaba por qué al tiempo que aferraba algo en su regazo. Junto a ella se encontraba Julián, que le hablaba, le gritaba… Pero parecía que la chica no era capaz de escucharlo. No lo parecía, no lo escuchaba. Julia, así se llamaba la chica, continuaba aferrando aquello en su regazo, tratando de protegerlo de la lluvia. Julián hizo el amago de agarrarla por un hombro, pero su mano lo traspasó como si la chica estuviese hecha de humo.

       —¡Julia! —le gritó, pero ella no lo escuchaba. El muchacho miró a su alrededor, un gran gentío rodeaba a su amada Julia—. ¿Alguien puede verme? ¿Alguien me escucha? —preguntó a la muchedumbre, pero nadie respondió; sus ojos angustiados parecían traspasarlo como si él no existiese.

        Aquellas personas trataban de acercarse a Julia, aunque los agentes de policía lo impedían. Un par de sanitarios intentaban llegar hasta aquello que la chica aferraba en su regazo. Julián salió del tumulto. Lo hizo casi sin darse cuenta, simplemente lo pensó y ya estaba fuera del círculo que formaba toda aquella muchedumbre. Justo allí afuera estaba su moto, su Yahama CBR 250cc, restaurada por él y por su primo el verano pasado.

         Aquella noche Julia no quería montar en moto, —«Llueve demasiado, cariño. ¿No puedes esperar hasta mañana para probarla?», le dijo ella antes de salir. —«Ni de coña. No es más que un chispeo. No voy a quedar en ridículo delante de mis amigos porque a ti te de miedo mojarte», espetó él de malas maneras al tiempo que le lanzaba el casco. En ese momento se encontraban en la casa de Julián. Acababan de cenar con la madre del chico. El muchacho veía aquellos recuerdos con tanta claridad en su mente como si estuviese viendo un video en YouTube.

        —La moto… —dijo el muchacho mirando fijamente su amada motocicleta.

       —Sí, la moto… —dijo una voz tras de sí—. Esa moto en la que ella no quería montar esta noche, Julián. —El chico se giró y se encontró cara a cara con un hombre algo inusual.

        Iba enfundado en un largo abrigo negro de piel, que, a pesar de la densa lluvia, estaba completamente seco. Por sus hombros colgaban dos largos mechones de brillante cabello negro. Su rostro aparentaba juventud y vejez al mismo tiempo. El tono de su piel era tan pálido como el de la leche, y sus ojos eran negros. Y no me refiero al color de sus iris, todo el globo ocular era negro. Sus manos se guarecían en el interior de los bolsillos del abrigo.

      —¿Quién diablos eres? —preguntó Julián.

      —Todo depende del credo religioso al que pertenezcas. Pero comúnmente se me conoce como La Muerte, La Parca… Aunque yo prefiero que se me llame: Guía, porque ese es mi trabajo…

    —Tío, tú te estás quedando conmigo ¿verdad? —espetó al tiempo que dos ríos de lágrimas brotaban de sus ojos.

       —Para nada. Tú mismo has comprobado ya que no estás vivo, Julián. Has intentando tocar a esa muchacha, y tu mano la ha traspasado… —Julián se clavó de rodillas y en el suelo y se agarró la cabeza con las manos. ¿Qué diablos estaba pasando?

       ¿Cómo había podido ocurrir aquello? No era más que un poco de lluvia, y él controlaba a la perfección aquella moto. Aquella noche Julián quiso lucirse ante sus amigos, mostrándoles de lo que era capaz a pesar de la calzada estuviese mojada. Iván, su mejor amigo desde que ambos eran pequeños, lo animó a ello, tal y como siempre hacía. Lamentablemente durante una de sus peripecias la moto comenzó a deslizarse y Julián fue incapaz de gobernarla.

        Julia y él salieron despedidos de inmediato.

      La chica se hizo un ovillo y rodó, deteniéndose sin mucho problema junto a la acera, desde donde Iván observaba aterrado lo que acababa de ocurrir. El problema es que como Julián tenía la costumbre de no abrocharse el casto, —«Es que me aprieta mucho la cabeza y me duele», decía siempre para que su chica no lo obligase a abrocharlo—, durante la caída salió disparado de su cabeza, y, a diferencia de Julia, que simplemente recibió algunos rasguños al rodar por el asfalto, él aterrizó de cabeza junto a la chica, cascándose la mollera como si fuese una nuez al golpear el bordillo de la acera, y sus sesos quedaron desparramados sobre la calzada, seguidos de un reguero de sangre que manaba de su boca.

        —¿Qué va a pasar ahora? —masculló el chico entre lamentos, observando su cuerpo sin vida sobre el regazo de su querida Julia. Uno de los agentes de policía consiguió con algo de dificultad que la chica se pusiera en pie, y, de después de cubrirlo con una sábana blanca, los sanitarios cargaron el cadáver de Julián en la camilla.

        —Lo verás enseguida… —dijo el Guía al tiempo que sacaba una enguantada mano izquierda del bolsillo del abrigo. Un candil negro de acero en cuyo interior refulgía una llama azulada apareció ante la mano, y el misterioso hombre lo agarró.

          Ambos desaparecieron en mitad de aquella espesa lluvia mientras Julián clavaba sus ojos en Julia, que abrazaba a Iván al tiempo que le gritaba y le pegaba.

 

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Te marchaste

            Cerraste los ojos por última vez aquella fría mañana de enero del 2017, y en ese mismo instante descubrí cuánto te amaba… ¿Qué puedo contarte después de todo este tiempo? Muchas cosas. Estos últimos diez años sin ti han sido muy difíciles, pero hemos salido adelante como hemos podido; ya sabes que nunca fuimos unos portentos intelectuales, pero con mucha perseverancia y voluntad las cosas se consiguen. Te cuento cómo nos ha ido todo…

            Empezando por mí, finalmente te hice caso y me puse a estudiar. ¡A mis años estudiando, había que verlo! En un primer momento, me maldije a mí mismo por tomar semejante decisión, pero tres años después conseguí aprobar el maldito curso y poco después encontré trabajo estable, bien pagado y que me permitía cuidarlos a ellos. Ya no tengo que ir por ahí dando bandazos en moto, soportando la lluvia, el frío, el calor o los malos modos de los clientes y arriesgando mi vida a cambio de migajas.

            Carlitos consiguió aprender a leer, le costó mucho sin tu ayuda, pero lo puso todo de su parte y lo logró. Ahora ha cogido carrerilla y pronto terminará la ESO, ¡y el tío ya se planea qué va a estudiar en bachillerato! Quiere ser tornero, igual que un tipo de YouTube al que sigue y admira; el hombre replica armas de comics, animes y videojuegos usando el torno y la fresadora. ¿Recuerdas que dijimos que sería nuestro niñito eterno? Eso no ha cambiado, mentalmente siempre será un niño pequeño, uno muy grande —con dieciséis años que tiene mide casi dos metros—, pero al menos podrá valerse por sí mismo cuando yo no esté para velar por él.

            El caso de nuestra querida Susana fue algo más complicado, pero se solucionó. Estuvo al borde del abismo durante un par de años, casi tres. Era incapaz de ver la vida sin tenerte a su lado. Hizo malas amistades que la llevaron por mal camino. Comenzó una mala relación que la condujo por un camino aún peor. Se marchó de casa y estuvo un tiempo viviendo en Londres, después se fue a París y por último aterrizó en Italia. Estuve muy preocupado por ella, fue un sin vivir para mí. Pero no quise “cortarle las alas” porque sabía que sería peor; la dejé cometer errores, aprendió de ellos y hace siete años me llamó para que la ayudase a volver. Sí… se había quedado sin blanca. No tenía dinero para poder comprar siquiera un billete de autobús. Como buen padre me sacrifiqué, vendí mi pequeña moto —ya sabes como amaba mi querido Vespino—, y le mandé por correo electrónico un billete de avión, el más económico. Cuando la vi bajar del avión comprendí que la adolescente que se había marchado no iba a volver, ahora era una mujer adulta, centrada y consciente de cómo es la vida; acabó sus estudios, siguió estudiando, y ahora es enfermera.

            En cuanto a Roxana… No vas a creerte lo que voy a contarte sobre ella. ¿Recuerdas ese bulto en su costado que tanto te preocupó hasta tu último día que estuviste con nosotros? ¡Pues el bulto resulta que no era un solo bulto, eran varios! Cinco pequeños bultos a los que dio a luz dos días después de tu partida… cinco pequeños gatitos blancos que maullaban a todas las santísimas horas del día. Aquello fue un calvario, porque por desgracia su mamá debía echarte de menos, y conforme el último de ellos nació, ella decidió marcharse, y me tocó criarlos a biberón hasta que estuvieron listos para comer su primer pienso de gatitos. Ahora son cinco enormes y preciosos gatos blancos de ojos azules, gordos como sacos de patatas, dos machos y tres hembras.

            Y ya no me queda mucho más por decirte… solo que es posible que de aquí a unos meses tú y yo volvamos a bailar juntos, abrazados, mirándonos a los ojos, como cuando nos conocimos en aquel concierto de rock en la playa… Sí, me han diagnosticado lo mismo que a ti, y tarde, como ocurrió contigo. No tengo miedo, ni estoy enfadado; es el ciclo de la vida, y estoy listo para continuar. No le he dicho nada sobre esto a ninguno de los dos porque no quiero trastornar sus vidas antes de que sea necesario; ya tendrán tiempo de llorar cuando me llegue el momento. Según me han dicho los médicos, es posible que no llegue a agosto, y estamos a finales de mayo.

            La verdad es que realmente no les he contado nada porque si aún conservo las facultades necesarias, a mediados de julio me iré de viaje a alguna parte, a algún lugar lejano y perdido de la mano de dios y ahí pasaré mis últimos días. Sé que es un poco cruel, por mi parte marcharme para morir solo y no quedarme con ellos hasta el final como hiciste tú. Pero recuerdo lo mal que lo pasaste, lo mal que lo pasaron ellos y lo mal que lo pasé yo cuando te estabas consumiendo tumbada en aquella cama… Y no voy a permitir que pasen por lo mismo. Cuando esté preparado, cuando sepa que me voy, si soy capaz comenzaré a caminar, me internaré en algún bosque… donde sea que pueda esconderme para morir tranquilo. Eso será duro para ellos. Repentinamente, perderán a su padre y no sabrán por qué los abandoné… Pero prefiero que sea de esa manera; sufrirán menos.

            Y ahora ya sí que no tengo nada más que contarte. Solo me queda esperar con impaciencia a que los días pasen hasta que me llegue el momento y finalmente tú y yo estaremos juntos para toda la eternidad.

 

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