Encadenada. Segunda parte

        Había dicho seis u ocho horas cuando se marchó ¿cierto? Pues tardó diez horas en volver… diez horas de encadenada, amordazada y cegada. Sofocada en el interior de aquella máscara que aprisionaba su cabeza. Diez horas de placer forzado con aquellos vibradores zumbando en lo más profundo de su cuerpo. Sudó hasta casi la deshidratación, lloró, se orinó encima… El vibrador en el interior de su ano era insoportable, necesitaba expulsarlo ya, no podía más. Pero por más que apretaba no hacía el más mínimo amago de moverse.

        —Buenos días, mi princesa de ojos verdes. ¿Qué tal has pasado la noche? Estoy seguro de que ha sido excitante. —Le palpó el coño y se olió la mano—. Putilla cochina… te has meado encima. Eso va a costarte caro —susurró con cierta lascivia—. Estoy debatiéndome entre hacerte cosquillas en los pies o entre pasarme la tarde masturbándote.

        Comenzó a acariciar su fatigado cuerpo con sus ásperas manos. Primero se centró en los pies, eso era lo que más le recordaba a él, a aquella persona del pasado que ahora invadía sus recuerdos; tenía esa misma obsesión por los pies. Los cosquilleó un rato, los acarició con delicadeza y lamió cada dedo y luego, las plantas. Después llevó sus manos hasta la entrepierna y para alivio de ella detuvo los vibradores. Sentía que toda esa parte de su cuerpo estaba dormida, sentía aún las vibraciones. Después de horas corriéndose estaba empapada. Removió cada uno de ellos sin ninguna delicadeza, incluido el de la parte de atrás; cuando lo sacó, sintió como si le hubiesen arrancado una parte de su cuerpo.

        —En esto no has cambiado nada, Estefanía. Sigues igual de cerda que hace años. Es tocarte, atarte o acercarte un vibrador y tu coño comienza a babear… —Introdujo sus gruesos dedos en la vagina y salieron pringados de flujo vaginal, que después le refregó en sus pequeñas tetas. ¿Cómo era posible que aquel extraño conociese su nombre? Y, lo peor, ¿cómo es que sabía lo que le ocurría a ella cuando la ataban?

        Aquellas manos continuaron recorriendo su cuerpo hasta llegar a sus pezones, y comenzaron a jugar con ellos. Los pellizcaba, los retorcía, y comenzó también a lamerlos y a morderlos. Y eso hizo que recordase más que nunca a aquel amigo especial con quien compartió años de juegos. Un amigo con el que estuvo a punto de empezar a salir, pero al que finalmente dejó como un segundo plato. Fue el único de entre todos los hombres con los que se había acostado que había sido capaz de satisfacer aquellas fantasías suyas: la ató y la ignoró durante horas más de una noche, y después hacía el amago de violarla.

        El extraño estuvo un buen rato jugando con sus tetas. Ella estaba desesperada, agotada, dolorida, necesitaba un pequeño descanso. Deseaba por encima de todas las cosas saciar su sed después de horas sudando, comer algo… El dolor que le provocaban las esposas que se cerraban en torno a sus muñecas la estaba matando, y también el que le provocaban las de los tobillos; notaba los pies adormecidos. La mordaza en el interior de su boca era insoportable, le dolían los dientes. Y seguía muerta de frío. Había soportado diez horas de frío intenso…

        —Bueno, llegó la hora de la siguiente parte. Quiero que veamos juntos una película, como en aquellos tiempos, mi princesa. —Notó un olor como a alcohol, a medicamentos, y comenzó a sentirse cansada. No tardó mucho en caer en un profundo sopor del que tardaría al menos un par de horas en despertar—. Vas arrepentirte de no elegirme a mí, Estefanía —dijo el hombre mirando fijamente a su víctima.

        Cuando despertó notó que le costaba bastante esfuerzo respirar. Sus manos estaban esposadas de nuevo, notaba el frío del metal en sus muñecas y el dolor que le provocaban. Descubrió que era incapaz de mover los dedos; sus puños estaban cerrados, envueltos en algo que le impedía abrir las manos. Un grueso y ancho collar de cuero se cerraba alrededor de su cuello, oprimiéndole la garganta. Al tratar de mover los brazos sintió que le faltaba el aire. Le había esposado las manos a la espalda y una cadena las unía al collar, y con cada movimiento ella misma se estrangulaba. Estaba tumbada en un lugar cómodo, tal vez un sofá. Decidió no moverse. Seguía sin ver nada, aunque ya no llevaba puesta la máscara, solo un antifaz, al parecer de cuero. No podía hablar. Ya no tenía la bola en la boca, ahora parecían trapos, pero había algo envuelto alrededor de su mandíbula que le impedía escupirlos. Notó un cosquilleo en las plantas de sus pies. ¿Por qué otra vez cosquillas? Cada vez le recordaba más a Alfonso, su amigo especial, él también adoraba hacerle cosquillas en los pies. Además, tanto en la forma de hablar como en la de comportarse aquel extraño era muy similar a Alfonso. Un dedo subía y bajaba desde el talón hasta el dedo gordo de su pie derecho. Ambos estaban atados juntos con una correa, al igual que los dedos gordos. Era incapaz de mover los pies, de evitar que se los tocase. Las rodillas también estaban unidas entre sí con una correa. Las cosquillas no cesaban, varios dedos jugueteaban con las delicadas plantas de sus pies. De fondo se oía algo, tal vez una película, o una serie.

        —Nunca me cansaré de acariciar la planta de tus pies, Estefanía. Unos pies que deberían haber sido míos desde hace años, al igual que tu coñito baboso y tu cuerpo de muñeca.

        Repentinamente aquello que la cegaba fue removido. Pudo abrir los ojos. La luz la cegaba, veía borroso, pero al fin podía ver. Y cuando fue capaz de enfocar bien la vista el terror se apoderó de su cuerpo. Su captor era aquel amigo especial con quien durante años practicó bondage: Alfonso. El único hombre de su vida que había sido capaz de hacerle lo que ella quería, de tratarla como ella deseaba. En más de una ocasión la había tenido como en aquel momento: con las manos esposadas a la espalda, amordazada con trapos, con los pies atados con correas posados encima de sus muslos, para así ver una película al mismo tiempo que le hacía cosquillas. Aquel misterioso desconocido ya no era un desconocido, era su mejor amigo.

        Quiso gritarle, pero la mordaza se lo impedía.

        —Hola, Estefanía —espetó Alfonso mirándola fijamente—. Cuanto tiempo sin jugar a esto ¿eh? Espero que te lo pasases bien por la noche. Es lo mismo que hacíamos en mi piso, ¿recuerdas? Te ataba a la cama y te dejaba sola en uno de los dormitorios vacíos, y yo me dormía en otro… Echaba de menos oírte llorar al no soportar ni un orgasmo más.

        —¡Mphh! —Trataba de escupir los trapos, pero era imposible. Le había rodeado la mandíbula con venda autoadhesiva, y no con una o dos vueltas… ¡había gastado varios rollos!

        —¡Cállate, quiero ver la peli! —Ella quiso darle una patada, pero era incapaz de mover los pies ni las piernas—. Aja… Así que quieres jugar, ¿verdad? Pues juguemos.

        Comenzó de nuevo a hacerle cosquillas en los pies. Ahora más que nunca quiso moverlos, pero era imposible. No solo estaban atados uno al otro con una correa, además estaban sujetos al sofá en el que ambos estaban sentados… como en los viejos tiempos. Todo era igual que en los viejos tiempos: Alfonso viendo una peli y martirizándola, y ella sufriendo y disfrutando… Bueno, ahora no disfrutaba. En aquel tiempo todo era un juego. Y ahora no. Durante las dos horas y media que duró la película él estuvo haciéndole cosquillas en los pies. Primero, con los dedos, luego, con unos cepillos, después, con los dedos otra vez. Luego cogió un tenedor, después los dedos de nuevo. Y llegado el momento soltó la correa que los sujetaba al sofá y comenzó a lamerlos y a olerlos al tiempo que se masturbaba lentamente. Ahí fue cuando ella descubrió que él estaba desnudo.

        —No sabes cuánto echaba de menos el olor de tus pies, Estefanía. Dios, tantos años perdidos… ¿Por qué diablos tuviste que irte con el maldito polaco para finalmente acabar rompiendo? —espetó con cierta ira, y le mordió uno de sus pies—. Has desperdiciado estos diez últimos años.

        —¡Mphh! ¡Nhhh, pffffvrrr!

        —¡Cállate! —gritó, y mordió más fuerte—. Tú ya no mandas, ni decides. Eres mía, mi juguetito sexual, Estefanía. Desde ahora hasta el momento en que me aburra de ti… —Eyaculó. El semen se derramó sobre sus muslos y algunas gotas llegaron al coño de ella.

        Entonces su querido amigo se puso en pie y se limpió la polla con unas toallitas. Se puso los pantalones y después la cogió por el pelo y la obligó a levantarse. Con el esfuerzo ella misma se estrangulaba. Cogida por el pelo la hizo ir dando saltos por un pasillo largo, oscuro, frío y sucio. Notaba pinchazos en las plantas de sus pies. Debía saltar rápido, porque estaba segura de que, si se caía, él la arrastraría por el suelo. ¿Qué le había pasado a su querido Alfonso? Él antes no era así… En aquellos tiempos lejanos ella disfrutó mucho de sus juegos. Él fue el único de todos los chicos con los que tuvo relaciones que fue capaz de satisfacer aquellas fantasías de orgasmos, dolor, ataduras y abandono. Pero aquello era un juego, todo pactado, bastaba con un chasquido de dedos o con un gemido que ambos habían estudiado y el juego terminaba… Pero ahora ya no era un juego. Alfonso la había secuestrado.

        Continuó tirando de ella hasta llegar a una puerta al fondo del pasillo. La abrió y la forzó a entrar en una habitación amplia, con grandes ventanales por los que podía ver un estrellado cielo nocturno; estaban abiertos de par y par y por ellos penetraba el frío de la noche. No fue capaz de ver nada más, el resto era oscuridad y silencio. ¿Otra vez a pasar frío? ¿Por qué era tan cruel con ella? En cuanto cruzaron la puerta la llevó a saltos hasta una cama y la tiró sobre ella. Estefanía sospechó que aquella era la misma cama en la que pasó diez horas agónicas. Alfonso cogió una cadena y unió sus pies a sus manos. Debido a ello el collar se tensó aún más, impidiéndole respirar bien. Pasó una correa alrededor de su cintura y con otra cadena le inmovilizó aún más los pies… Aquello era un Hogtied, la postura favorita de Alfonso, la que ella más odiaba. En aquellos viejos tiempos le permitía hacérsela para complacerlo, pero le dolía muchísimo.

        —¡Mph! ¡nfnss! ¡pfvh! —Trataba de suplicarle, de implorarle que la dejase hablar.

        —¿Qué pasa? No entiendo lo que me dices, Estefanía. Si lo que pretendes es suplicarme por tu libertad, por tu vida, no pierdas el tiempo. Ya te lo he dicho antes. Vas a ser mi juguetito hasta que me aburra de ti, y reza a quien sea para que tarde en aburrirme, porque cuando eso ocurra… tu vida llegará a su fin, mi princesita de ojos verdes. —¿Realmente pensaba matarla? Se negaba a creérselo, él no era así…

        Comenzó a hacerle cosquillas en los pies otra vez. ¡Alfonso y su gusto por las cosquillas! Era algo que en aquellos tiempos ya le costaba soportar. Sus pies eran muy sensibles y ella odiaba las cosquillas. Pero le se las permitía para satisfacerlo. La tumbó a un lado y le puso unas pinzas en los pezones, y aprovechó para hacerle cosquillas en el ombligo, otra cosa que Alfonso adoraba y que ella detestaba. Aquellas pinzas le hacían daño, mucho daño, pero a él no parecía importarle. La irguió de nuevo, apoyándola sobre su propio abdomen, y ella sintió aún más dolor en sus pequeños pezones.

        —Bueno, pues ya me he aburrido por hoy, Estefanía. Te dejo aquí hasta mañana. Espero que disfrutes… —dijo con cierto rencor en la voz—. Mañana comienza tu verdadero entrenamiento, mi princesita. —Azotó con fuerza sus nalgas y acarició las plantas de sus pies—. Prepara tu coñito y tu culito, porque van a ser unas doce o dieciséis horas de vibración continua. Y prepara las plantas de esos dos pies que tan deliciosamente huelen, porque voy a ponerte unos electrodos para que sepas lo que son las verdaderas cosquillas. Y ahora te dejo. Espero que disfrutes de estas diez horas de hogited, esa postura que tanto odias… —La puerta de aquella habitación comenzó a cerrarse—. ¡Ah! Se me olvidaba… ¡Iba a marcharme sin ponerte el antifaz, con lo que a ti te gusta quedarte a oscuras! —Le puso el maldito antifaz y se marchó cerrando la puerta de un portazo.

        ¿¡Diez horas!? ¿Realmente iba dejarla así diez horas? Diez nuevas horas de sufrimiento… La razón de que Estefanía odiase el hogtied es que padecía de una ligera escoliosis y aquella postura le provocaba un intenso dolor de espalda. Normalmente él la mantenía así solo unos veinte minutos… Pero claro, aquello era un juego. Ahora ya no lo era. Y para colmo no podía respirar bien porque tanto sus manos como sus pies tiraban del collar que le oprimía la garganta. ¿Por qué su buen amigo le estaba haciendo aquello? ¿Tanto odio sentía Alfonso hacia ella por no haberlo elegido a él como pareja? Él mismo la ayudó en su momento a comenzar su relación con Alex, el chico polaco con el que estuvo diez años de su vida. Diez años en los que Alfonso había sido su mejor amigo, su confidente, su cojín de lágrimas… Y ahora la había secuestrado, la tenía atada, amordazada y cegada.

        «Vas a ser mi juguetito hasta que me aburra de ti, y reza a quien sea para que tarde en aburrirme, porque cuando eso ocurra… tu vida llegará a su fin, mi princesita de ojos azules», aquellas palabras le retumbaban en la mente. ¿De verdad pensaba matarla? Era incapaz de creérselo. Alfonso era raro, bastante raro, se puede decir que era una persona muy poco común, pero no era un asesino. Tenía diez horas para pensar en aquello, para recordar cómo era él en aquellos tiempos. Diez horas en las que tendría que buscar una posición que le permitiese respirar bien. Diez horas en un incómodo Hogtied, amordazada, y cegada. Ni siquiera había tenido la delicadeza de darle un sorbo de agua o algo de comer, el hambre y la sed la estaban matando y no sabía si realmente volvería en diez horas o tal vez tardaría más. Ahora era suya, su juguetito sexual. Él mandaba, él decidía…

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