El Guía. Capítulo 1.

        Aquella noche llovía a cantaros. Estoy seguro de que pensarás que ese término está ya muy trillado, soy consciente de ello, pero es que no parecía que lloviese; daba la sensación de que alguien en alguna parte del cielo se dedicaba a dejar caer cubetadas de agua sobre la ciudad. El ensordecedor sonido de las ambulancias y las cegadoras luces azules de los coches patrulla se combinaban con el de aquella manta de agua, creando un coctel de lo más desagradable.

       En mitad de aquel caos había una muchacha que lloraba amargamente, gritaba y se preguntaba por qué al tiempo que aferraba algo en su regazo. Junto a ella se encontraba Julián, que le hablaba, le gritaba… Pero parecía que la chica no era capaz de escucharlo. No lo parecía, no lo escuchaba. Julia, así se llamaba la chica, continuaba aferrando aquello en su regazo, tratando de protegerlo de la lluvia. Julián hizo el amago de agarrarla por un hombro, pero su mano lo traspasó como si la chica estuviese hecha de humo.

       —¡Julia! —le gritó, pero ella no lo escuchaba. El muchacho miró a su alrededor, un gran gentío rodeaba a su amada Julia—. ¿Alguien puede verme? ¿Alguien me escucha? —preguntó a la muchedumbre, pero nadie respondió; sus ojos angustiados parecían traspasarlo como si él no existiese.

        Aquellas personas trataban de acercarse a Julia, aunque los agentes de policía lo impedían. Un par de sanitarios intentaban llegar hasta aquello que la chica aferraba en su regazo. Julián salió del tumulto. Lo hizo casi sin darse cuenta, simplemente lo pensó y ya estaba fuera del círculo que formaba toda aquella muchedumbre. Justo allí afuera estaba su moto, su Yahama CBR 250cc, restaurada por él y por su primo el verano pasado.

         Aquella noche Julia no quería montar en moto, —«Llueve demasiado, cariño. ¿No puedes esperar hasta mañana para probarla?», le dijo ella antes de salir. —«Ni de coña. No es más que un chispeo. No voy a quedar en ridículo delante de mis amigos porque a ti te de miedo mojarte», espetó él de malas maneras al tiempo que le lanzaba el casco. En ese momento se encontraban en la casa de Julián. Acababan de cenar con la madre del chico. El muchacho veía aquellos recuerdos con tanta claridad en su mente como si estuviese viendo un video en YouTube.

        —La moto… —dijo el muchacho mirando fijamente su amada motocicleta.

       —Sí, la moto… —dijo una voz tras de sí—. Esa moto en la que ella no quería montar esta noche, Julián. —El chico se giró y se encontró cara a cara con un hombre algo inusual.

        Iba enfundado en un largo abrigo negro de piel, que, a pesar de la densa lluvia, estaba completamente seco. Por sus hombros colgaban dos largos mechones de brillante cabello negro. Su rostro aparentaba juventud y vejez al mismo tiempo. El tono de su piel era tan pálido como el de la leche, y sus ojos eran negros. Y no me refiero al color de sus iris, todo el globo ocular era negro. Sus manos se guarecían en el interior de los bolsillos del abrigo.

      —¿Quién diablos eres? —preguntó Julián.

      —Todo depende del credo religioso al que pertenezcas. Pero comúnmente se me conoce como La Muerte, La Parca… Aunque yo prefiero que se me llame: Guía, porque ese es mi trabajo…

    —Tío, tú te estás quedando conmigo ¿verdad? —espetó al tiempo que dos ríos de lágrimas brotaban de sus ojos.

       —Para nada. Tú mismo has comprobado ya que no estás vivo, Julián. Has intentando tocar a esa muchacha, y tu mano la ha traspasado… —Julián se clavó de rodillas y en el suelo y se agarró la cabeza con las manos. ¿Qué diablos estaba pasando?

       ¿Cómo había podido ocurrir aquello? No era más que un poco de lluvia, y él controlaba a la perfección aquella moto. Aquella noche Julián quiso lucirse ante sus amigos, mostrándoles de lo que era capaz a pesar de la calzada estuviese mojada. Iván, su mejor amigo desde que ambos eran pequeños, lo animó a ello, tal y como siempre hacía. Lamentablemente durante una de sus peripecias la moto comenzó a deslizarse y Julián fue incapaz de gobernarla.

        Julia y él salieron despedidos de inmediato.

      La chica se hizo un ovillo y rodó, deteniéndose sin mucho problema junto a la acera, desde donde Iván observaba aterrado lo que acababa de ocurrir. El problema es que como Julián tenía la costumbre de no abrocharse el casto, —«Es que me aprieta mucho la cabeza y me duele», decía siempre para que su chica no lo obligase a abrocharlo—, durante la caída salió disparado de su cabeza, y, a diferencia de Julia, que simplemente recibió algunos rasguños al rodar por el asfalto, él aterrizó de cabeza junto a la chica, cascándose la mollera como si fuese una nuez al golpear el bordillo de la acera, y sus sesos quedaron desparramados sobre la calzada, seguidos de un reguero de sangre que manaba de su boca.

        —¿Qué va a pasar ahora? —masculló el chico entre lamentos, observando su cuerpo sin vida sobre el regazo de su querida Julia. Uno de los agentes de policía consiguió con algo de dificultad que la chica se pusiera en pie, y, de después de cubrirlo con una sábana blanca, los sanitarios cargaron el cadáver de Julián en la camilla.

        —Lo verás enseguida… —dijo el Guía al tiempo que sacaba una enguantada mano izquierda del bolsillo del abrigo. Un candil negro de acero en cuyo interior refulgía una llama azulada apareció ante la mano, y el misterioso hombre lo agarró.

          Ambos desaparecieron en mitad de aquella espesa lluvia mientras Julián clavaba sus ojos en Julia, que abrazaba a Iván al tiempo que le gritaba y le pegaba.

 

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