La historia de Flora. Parte I

 

       Os presento a continuación la primera parte de la historia de Flora: el origen del nombre Bosque de los Lamentos, narrada por Grímory, personaje que aparece en el libro: Gorate. Volumen I: La historia de Emily. (Si te molesta la música, en la esquina superior derecha encontrarás el botón de pausa

       Hola, lector… Me llamo Grímory, ¡y soy simplemente maravilloso! —Unas estridentes carcajadas escaparon de su boca—. Y tú eres condenadamente feo… Pero bueno. Dejemos de lado tus defectos y centrémonos en el asunto que nos compete…

       He de suponer que conocerás Gorate, un pequeño pueblecito atestado de casitas de piedra gris coronadas con negros tejados de piedra pizarra y a, por decirlo de algún modo, su hija, o tal vez hermana, la ciudad de Torreleones, ubicados tanto uno como la otra en la provincia de Málaga. Si no los conoces, ¡ve y léete sus respectivas secciones del blog! Si ya lo has hecho, estoy seguro de que recordarás el Bosque de los Lamentos, ese oscuro y largo brazo formado por árboles antiguos y enormes que une el pueblo con la ciudad.

       En otros tiempos el bosque fue conocido como Bosque de la Oscuridad, ello debido a que la luz del sol apenas era capaz de penetrar entre las frondas copas de aquellos gigantescos árboles, condenado al bosque a una casi perpetua penumbra. También se llamaba así por otro motivo, que no es de tu incumbencia. A continuación, voy a narrarte la historia de origen del nombre Bosque de los Lamentos, que sustituyó al otro, relegándolo para siempre al olvido para el común de los mortales…

       Aquella mañana, cinco de febrero del año 1450 de nuestra era, amaneció gris, fría y cortante. Una mujer lloraba delante de la puerta de una modesta casita de piedra… (por eso detesto a los humanos, son unos lloricas). Sus lamentos rompían la paz de la pequeña aldea de Alderete (hoy en día desaparecida, y fue por mi culpa). Arrodillada en el suelo, abrazando a sus tres hijos, le imploraba piedad al dueño del que hasta ahora había sido su hogar, un hombre calvo, cojo y ciego de un ojo (todo un portento). Fermín, que así se llamaba el propietario de buena parte de las casas de la aldea y de un descomunal rebaño de cabras y ovejas que precisaba de varios pastores para su cuidado, observaba impasible cómo un par de mozos sacaban de la casa los enseres de la desdichada.

            —Pero señor, por favor, no tengo a dónde ir… —Lamentaba la mujer—. Solo… solo le pido algo de tiempo. En cuanto crezca, Pedro, el mayor de mis hijos, ocupará el puesto de su padre. —El hombre rio.

          —Mujer, ya sabes cuál era el trato: casa y comida a cambio de trabajo. Tu marido cumplía esa función mientras que tú te dedicabas a criar a sus hijos y a mantenerle la cama caliente… ¡Pero él ha muerto, y yo no voy a cargar contigo y con tus niños hasta que uno de ellos crezca lo suficiente como para ganarse el techo y el sustento del resto! —espetó cruelmente, carente de cualquier tipo de emoción.

       Un coro de mujeres, todas ellas inquilinas de Fermín, lloraba observando lo ocurrido. El hombre clavó en ellas su ojo bueno y, temerosas de que decidiera pagar el enfado con sus familias, de inmediato todas se marcharon (otro punto negativo de los humanos… ese egoísmo innato del que todos hacéis gala en momentos como el aquí descrito). Mientras las mujeres huían, Nicolás, vecino de la desconsolada mujer y amigo de su difunto esposo, se plantó allí tirando de un viejo y delgado burro con el pelaje gris.

       El pobre animal se encontraba ya al final de sus días, próximo a ser sacrificado. Pero en vez de matarlo, el hombre decidió regalárselo a la que había sido su vecina hasta ese mismo día. El hombre, un pastor de bastante edad, sabía que aquello no era mucho, pero no había nada más que él pudiera hacer; tenía una familia propia a la que mantener y no disponía de recursos de sobra para hacerse cargo de los hijos de Flora y de ella hasta que el mayor de sus hijos pudiera ganar el sustento de todos.

       La mujer cargó sus escasas pertenencias sobre el lomo del animal y a sus dos hijos más pequeños, Emilio y Armando, de tres y cuatro años. Luego le cargó al mayor, de ocho, algunos bultos más y todos juntos se encaminaron hacia… ¿dónde? Era la pregunta que atormentaba la mente de Flora. ¿Adónde iba a ir con sus tres hijos? Tal vez… si se librase de ellos, ella podría encontrar otro hombre. Solo tenía veinte años, seguía siendo joven, seguro que algún pastor solterón de la aldea bien entrado en años se casaba con ella de buena gana y de ese modo no pasaría necesidad.

       —¿En qué estoy pensando? —se dijo, asqueada consigo misma. Se negaba a renunciar a sus niños. Suponían toda una carga ahora que su padre había muerto, pero jamás los abandonaría. Antes prefería matarlos y luego quitarse ella la vida—. Encontraremos un lugar…

       Aquel día el viento cortaba tanto como una cuchilla bien afilada. Sin duda alguna no era el día más apropiado para vagar por los campos cercanos a Alderete en busca de un nuevo hogar, pero tampoco podía quedarse a la intemperie; sus dos hijos más pequeños podrían enfermar y morir. Mientras barajaba una posible solución a sus problemas (tal vez… suplicarles ayuda a sus padres, o a sus hermanos), sus ojos enfocaron un lugar en el que nunca se había atrevido a adentrarse… el Bosque de la Oscuridad. Alderete se encontraba justo delante de la parte central del bosque, en línea recta con uno de los senderos de acceso al mismo.

       Corrían por la aldea todo tipo de cuentos y leyendas que hablaban sobre los terrores de aquel bosque: criaturas imposibles rondando sus oscuros senderos, personas desaparecidas misteriosamente, entre otras tantas cosas más… Aunque también había oído que, gracias al grosor de los troncos y a lo próximos que los árboles estaban entre sí, el viento apenas corría en el interior del bosque.

       —¿Qué otra cosa puedo hacer si no? —se dijo, observando aquella vasta negrura con unos ojos llorosos—. Aunque me encamine hoy hacia allí, no voy a llegar hasta dentro de algunos días… y eso contando con que el borrico no se muera por el camino. —Flora era originaria de Ronda, muy lejos de la zona este de Málaga, donde se encontraba la aldea de Alderete.

       Allí vivían sus padres y sus hermanos, al menos así era cuando ella se casó con Higinio, su marido hasta hacía unos días. Pero hacía diez años que no los veía. Su esposo había nacido y crecido en Moclinejo, un pueblo cercano a Alderete, y conforme se casaron, el hombre insistió en volver a su hogar; aunque al final habían acabado en aquella pequeña aldea, hospedados y alimentados por Fermín a cambio de trabajo.

       Aunque Pedro se negaba, la mujer encauzó al burro hacia el Bosque de la Oscuridad. En solo unos minutos pasaron de caminar por las frías llanuras que rodeaban Alderete a estar envueltos por la espesa oscuridad del frío bosque; frío, sí, pero sin viento que los azotase. Aunque aquel día el cielo permanecía oculto tras un grueso manto de nubes grises y negras, y a pesar de que todos decían lo contrario, una suave luz grisácea iluminaba los senderos del bosque, permitiendo a Flora guiar al burro sin mucha dificultad. Enfiló el sendero más ancho de todos los que encontró al internarse en aquel océano de árboles altos y gruesos.

       Tenía muy claro que no debía ir nunca hacia el norte. ¿Por qué? Te preguntarás… Porque caminando en aquella dirección se llegaba a la Ciudadela oscura, como los aldereños la llamaban, y nadie quería ir a ese horrible lugar habitado por adoradores de los demonios. Flora no creía ni una de las historias sobre las supuestas criaturas que poblaban el Bosque de la Oscuridad, en cambio, estaba convencida de que las historias que hablaban sobre la ciudadela eran totalmente ciertas. Josefina, una antigua amiga de Flora, atravesó una vez el bosque y, nunca supo si por error o adrede, se encaminó al norte y llegó hasta aquella ciudad de resplandecientes y altos edificios negros…

       La mujer que partió de Alderete era una niña joven y risueña, de mejillas rosadas y largos cabellos rubios. En cambio, lo que volvió luego de haberse internado en la ciudadela (no voluntariamente) solo era una versión mustia y gris de aquella preciosa chica, que no vivió más que unos días antes de morir entre desesperados y aterradores gritos.

       —¿Por qué, Higinio? —musitó—. ¿Por qué tenías que irte? —Su esposo, de solo veinticinco años, había muerto de una extraña enfermedad que ni el propio cura de la aldea había sabido identificar; una mancha negra apareció en su pecho y en solo dos días se extendió por todo el cuerpo, consumiendo la vida del hombre—. Dios mío, por favor, solo necesito un poco de ayuda… un techo para que mis niños no tengan que dormir a la intemperie.

       Un destello de luz blanca la cegó a ella y a sus hijos durante unos segundos. Cuando fueran capaces de abrir los ojos, vieron delante de ellos a un hombre de largos cabellos dorados como el oro, con los ojos del mismo verde que el pasto en primavera; iba embozado en unas finas y frescas ropas del mismo verde que sus ojos, como si el frío no le molestase. Parecía ser muy joven, mucho más que Flora. Observaba a la mujer y a los niños dedicándoles una amplia sonrisa.

       —¿Es él tal vez la respuesta a mis plegarias? —pensó Flora observando al hombre. Había aparecido de la nada, debía ser un milagro… o tal vez uno de los habitantes de la ciudadela.

       Continúa en la Segunda Parte

       Si te ha gustado, comparte el relato con tus amigos, guarda el blog en tus favoritos y comenta. ¡Me ayudarás mucho!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.