Juntos para siempre

                Por si te lo estás preguntando, no, el título de este relato nada tiene que ver con la canción que Alejando Lerner lanzó en los años noventa. Este relato habla sobre la preciosa historia de amor que viví con ella… con mi amada Laura.

                Supe que estábamos destinados a estar juntos para siempre desde el mismo instante en el que la vi por primera vez aquella mañana de 2005. Iba enfundada en unos tejados anchos, que aún así resaltaban su redondeado culo adolescente. Una camiseta de Iron Maiden bastante maltratada hacía el intento de ocultar sus pechos firmes y duros como rocas. Su cabello castaño claro y rizado ondeaba al viento aquella mañana, haciendo un contraste precioso con sus ojos azul claro. Tenía dieciséis años.

                Cuando mis ojos se clavaron en ella, Laura salía del instituto. Eran las once de la mañana. Claramente se estaba saltando las clases. Aquel día solo fui capaz de observarla desde lejos, disfrutando del contoneo de su culo azotado por su mochila negra de ACDC. Al día siguiente volví a la puerta del instituto, a la misma hora. De nuevo la vi marchándose. Esta vez sí la seguí. Necesitaba saber adónde se dirigía. Ella aún no lo sabía, pero nuestro destino estaba escrito; íbamos a estar juntos para siempre. La caminata nos llevó hasta un parque que no estaba demasiado lejos del instituto. Allí la esperaban un par chicos de su edad, con las orejas y el rostro atestados de piercing, enfundados en ropa negra.

                Se sentó junto a ellos en un banco de madera y se liaron un porro. Yo pasé por delante sin querer mirarla, lo suficientemente cerca para hacerme notar. Pero ella no me vio. Era pronto para que supiese que nuestro destino era estar juntos. Sus amigos sí se fijaron en mí, y no de ellos incluso se me acercó a pedirme un euro, que le negué al tiempo que aceleraba el paso. El muchacho se enfadó y se puso algo agresivo. Tuve que hacer de tripas corazón para no destrozarlo allí mismo, ante ella y su otro amigo. Pude evitar el enfrentamiento, y conseguí mi objetivo; en un rápido vistazo, comprobé que ella me miraba. Sus ojos azules se clavaron en mí durante unos segundos y vi que un atisbo de sonrisa se dibujaba en su carita de niña.

                Conforme desperté al día siguiente me acicalé, perfilé mi perilla y repeiné mi pelo negro y lacio. Busqué entre toda mi ropa algún conjunto que resaltase mis atributos y que calzase con el de los chicos que la acompañaban. Nunca he sido un creído, pero la verdad es que siempre he podido presumir de lucir un buen cuerpo. Desde que era muy pequeño el deporte fue mi obsesión, y ello ha hecho posible que a mis cuarenta añosmi cuerpo sea pura fibra y nada de grasa. Me puse unos baqueros negros ceñidos y una camiseta negra de tirantas bastante ajustada. Con eso dejaba a la vista mis brazos fornidos y mis pectorales duros como rocas. En conjunto con mis ojos verde pistacho y mi perilla de chivo, aquello no me sentaba nada mal.

                Volví al instituto, y nuevamente la vi salir. Esta vez ella me miró, aunque no me sonrió. Aceleró el paso para llegar al parque con sus amigos. En esta ocasión no quise pasarle por delante. Si quería entablar algún tipo de relación con ella debía encontrar el modo de que evitase ese parque, o esos dos niñatos no iban a dejarme cortejarla. Nuestro destino era estar juntos para siempre, e iba a cumplirse.

                Durante varios días la esperé delante del instituto, y después la seguí hasta la entrada del parque. Ella siempre me miraba, a veces inexpresiva y otras veces con cara de enfado o de angustia. Para bien o para mal, se estaba fijando en mí. Una de aquellas muchas mañanas, cuando llegó al parque, Laura se encontró completamente sola. Sus dos amigos porretas no estaban por ninguna parte. Se dejó caer sobre el banco y sacó un pequeño reproductor de mp3 muy similar a un pendrive, se puso los casos y se perdió en sus canciones. Aquella era mi oportunidad… Pasé por delante de ella y me lanzó una penetrante mirada: entre suplicante y de enfado. Me dio la impresión de que le inspiraba cierto temor. Eso era bueno. Aunque no era el sentimiento que yo deseaba, comenzaba a sentir algo por mí… Íbamos a estar juntos para siempre.

                Una de aquellas mañanas en las que la seguía al parque decidí dar el paso, me aventuré, como se suele decir, a romper el hielo. Conforme ella se sentó en aquel banco, seguramente esperando a sus amigos, a quienes no veía desde hacía al menos un par de semanas, me senté junto a ella.

                —¿No hay otro banco más donde sentarte? —me preguntó en tono cortante, señalando con la mirada otros bancos vacíos.

                —Me gusta este. Es el mejor de todo este cochambroso parque —le respondí dedicándole la mejor de mis sonrisas.

                —¿Por qué? —espetó ella clavando en mí unos ojos coléricos.

                —Porque es el único banco donde estás tú, y eso lo convierte en el mejor de todos los que hay… —Durante unos segundos se quedó sin palabras. Luego me dedicó un amago de sonrisa y se levantó.

                Se marchó sin decir una sola palabra. Aunque aún sonreía la última vez que decidió mirarme antes de abandonar el parque. La semilla estaba ya plantada. Ahora había que regalara para que diese paso a un alto y fuerte árbol. El momento de estar juntos para siempre se acercaba…

                Durante un par de semanas aquello se repitió. La esperaba en la puerta del instituto. La acompañaba en silencio hasta el parque y nos sentábamos juntos. Al principio apenas cruzábamos algunas palabras, pero la cosa fue cambiando. Primero empezamos a charlar trivialmente, contándonos cosas de nuestro día a día. Después comenzamos a charlar de camino al parque. Y finalmente llegó la mañana en que no quiso ir allí.

                —Estoy harta del parque. Y mis amigos parecen haberse esfumado. No los encuentro ya ni por el barrio. Seguro que los han pillado pasando hierba y han acabado en el talego. —Me miró fijamente con aquellos ojos del mismo celeste del cielo—. ¿Nos vamos a otra parte?

                Paseamos por el polígono industrial próximo a su instituto. No era un lugar muy glamuroso para un paseo, pero a ninguno de los dos nos importaba. Al tiempo que charlábamos, nos perdimos por aquellas maltrechas calles atestadas de camiones, coches y furgonetas que hacían cola para acceder al repertorio de naves industriales que ocupaban a todo lo largo tanto una acera como la otra. Me contó muchas cosas sobre ella. No quería estudiar. Lo detestaba. Quería tocar el bajo en algún grupo de Heavy Metal. Me preguntó por mi vida, y tuve que contarle algunas cosas: que mi oficio era el de entrenador personal y nutricionista, entre otras tantas cosas; todo mentira. Aunque íbamos a estar juntos para siempre, no necesitaba saber a qué solía dedicarme para ganarme el pan.

                Después de un tiempo le propuse salir un fin de semana. Solo nos veíamos a diario, el lapso de tiempo que duraba su jornada en el instituto, y después se iba a casa y yo ya no volvía a saber de ella hasta la siguiente mañana, aquello suponía para mí un auténtico sinvivir, porque no sabía si volvería a verla al día siguiente. En un principio dudó, pero terminó sucumbiendo a mis encantos… Cuando llegó el ansiado fin de semana la recogí con mi flamante Kymco Venox. Alucinó, al parecer le gustaban las motos tanto como a mí. Pasamos buena parte del día en la carretera. Desde Málaga fuimos hasta Fuengirola. Allí comimos en un hindú y después paseamos hasta que nos dolieron los pies.

                Después de eso volvimos a Málaga y salimos por el centro a tomar cervezas.

                Coronamos la noche en el Mirador de Gibralfaro, bebiendo unos quintos mientras observábamos lo preciosa que era Málaga por la  noche, iluminada por miles de lucecitas que parecían que habían caído del cielo. Me besó. Era algo que no yo había calculado. Ocurrió mientras nos mirábamos fijamente. Se abalanzó hacia mí y me besó. La boca le sabía a chicle de fresa y a cerveza. Fue exquisito. Me miró fijamente y, mordiéndose levemente el labio inferior, me dijo que quería “dormir” conmigo.

                Como no quería que viera mi casa, porque aún era pronto para ello a pesar de que íbamos a estar juntos para siempre, me la llevé a la Olimpia, una pequeña pensión cerca del centro, en calle Salitre. Allí no se tomarían la molestia de pedirnos el carnet de identidad a ninguno de los dos. La noche fie mágica. La até a la cama y la follé durante horas. Su cuerpo se retorció en varios orgasmos y finalmente cayó en un profundo sopor.

                Aquella noche nació nuestra relación, y desde entonces estuvimos juntos durante dos felices años. Estar con ella era como volver de nuevo a la adolescencia. Me sentía vivo y joven. Por culpa de ciertas desavenencias con sus padres Laurita quiso mudarse a mi casa, pero yo me negué en rotundo. Aquella casita mata en el corazón del casco antiguo de Málaga era mi santuario, y aunque íbamos a estar juntos para siempre, yo no estaba dispuesto a ceder tanto. Alquilé otra casa cerca de la mía. En un primer momento el dueño no estuvo de acuerdo, pero recurriendo a mis irresistibles encantos conseguí que el hombre cambiase de parecer.

                Durante aquellos dos años vivimos una vida plena y completa. Ella ensayaba en casa con su bajo y yo me ocupaba de ganar el dinero con el que mantenernos a ambos. Por fin estábamos juntos, y sería para siempre. Cuando yo llegaba a casa, ella me esperaba desnuda, normalmente con las manos esposadas a la espalda y amordazada. Sabía que yo disfrutaba de aquello y ella era feliz complaciéndome. La follaba durante horas y después, sin siquiera desatarla, nos quedamos dormidos.

                Por desgracia, tal y como suele ocurrir, el amor se apagó, al menos por su parte. Yo seguía amándola. Después de dos años sin hablarse con ellos, hizo la paces con sus padres y acto seguido ellos quisieron conocerme, y yo me negué en rotundo. Nos los necesitaba para nada. Mi negativa hizo que su visión de mí cambiase, y nuevamente surgió el tema de la casa a la que nunca quería llevarla.

                —Tienes una casa propia, ¿por qué vivimos en una alquilada? —me preguntaba una y otra vez seguido de—: ¿Y por qué no quieres conocer a mis padres? No te entiendo, Alfonso…

                Así me llamo, Alfonso Cabrera Foneto. Llegué al mundo en 1965, en el interior de una casita gris de piedra con tejado de piedra pizarra en un pequeño pueblo llamado Gorate, ubicado en la zona este de Málaga, entre Totalán y Moclinejo, justo encima de la ciudad de Torreleones.

                Mi quería Laura cometió el error de pensar que podía marcharse. Creyó que era libre de elegir. Estaba equivocaba. Íbamos a estar juntos para siempre, quisiera o no. Una tarde, cuando volví del trabajo, la encontré haciendo las maletas. Ni siquiera quería que me acercase. Sostenía un periódico en una de sus manos: en la portaba se veía una foto de sus amigos porretas. Habían encontrado sus cuerpos enterrados cerca del maltrecho parque donde siempre solían juntarse. Me miraba con desconfianza. Y enseguida supe por qué… del bolsillo izquierdo de sus tejanos colgaba un llavero que era para mí muy familiar: una calavera blanca unida a una cadena. Eran las llaves de mi casa, de mi santuario. Había entrado, y lo había descubierto todo.

                Aprovechándome de la confianza que aún me guardaba (la justita), me dirigí a toda velocidad a la cocina, llorando como no había llorado en toda mi vida. De uno de los cajones de la isleta saqué mi cuchillo favorito, uno de cincuenta centímetros de largo de hoja, con un grosor de unos diez centímetros que se iban estrechando hasta acabar en una punta fina y tan afilada como un bisturí. Ella lo llamaba el mutilapollos, disfrutaba mucho viendo cómo troceaba pollos en cuestión de segundos con aquel cuchillo. Pobre inocente.

                Corrí hasta el salón y, clavando en ella unos ojos colmados de lágrimas, le clavé el mutilapollos en el estómago y le salió por la espalda. Repetí la operación varias veces, hasta que en sus ojos celestes como el cielo vi que la vida ya había abandonado aquel precioso cuerpo que tanto placer me brindó durante dos años. La descuarticé y guardé sus restos en el arcón de la cocina. Íbamos a estar juntos para siempre, sí o sí.

                Durante meses me dediqué a devorar su cuerpo, cada día una pequeña tajada. El último festín me lo di con una de sus redondeadas y prietas nalgas. Cociné su culito al horno con mantequilla y ajo. Fue delicioso. Con el último bocado cumplí mi deseo: ahora estábamos juntos, y sería para siempre. Y nadie iba a poder arrebatármela… Ella siempre fue mía. Tuve que degollar a sus amigos porretas para poder acercarme lo suficiente. Y tuve que asesinar al dueño de la casa en la que vivimos durante quellos dos años para que pudiésemos tener un hogar. Todo mereció la pena…

                Ahora estábamos juntos, ella formaba parte mí. Y eso duraría para siempre.

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