La ardilla gris. Parte III

La Ardilla Gris

Prólogo

        Era agosto, y hacía un calor insoportable en aquella horrenda oficina llena de muebles verdes, con las paredes tapizadas en tela verde pistacho y el suelo cubierto por un linóleo marrón tierra. Un hombre delgado con una larga melena cana que le llegaba hasta la mitad de la espalda picaba sin parar las teclas de una vieja máquina de escribir Olivetti, la cual, por si lo dudabas, era verde. Otro hombre, este con un ligero sobrepeso, iba de aquí para allá cargando con varios archivadores colmados de folios: albaranes de encargo, facturas y hojas de cuentas de la empresa Aceros Torres Zaplana, donde Leo, nuestro protagonista (el hombre grueso), trabajaba junto a Nero (el hombre de la melena), y con Nataniel, Luis y Dora, sus otros tres compañeros.

        A sus treinta y un años Leo se sentía muy, muy cansado. Esos kilitos de más que había ido acumulando con la edad comenzaban a pesar demasiado. Pero allí estaba otra vez: en aquella vieja y cochambrosa oficina, con su horrendo verde por todas partes y el suelo marrón; sentado delante de su escritorio, revisando, grapando, y archivando papeles. En pleno 2010 y todavía usando documentos en papel. ¿Quién era el responsable de semejante atropello? Pues Cecilio Torres Zaplana, el jefe de Leo: un viejo que detestaba todo aquello que no pudiera palpar con sus manos; el hombre se empeñaba en redactar siempre sus documentos en aquellas viejas máquinas de escribir Olivetti de los años sesenta que ocupaban cada uno de los escritorios de la oficina, la cual se encontraba en la planta más alta del edificio.

         —«Esas cosas, esos trastos electrónicos, se rompen fácilmente, o se apagan si se quedan sin corriente. Esto, esta vieja máquina, nunca me ha fallado, muchacho» —solía decirle su jefe cada vez que él protestaba por tener que estar organizando papeles físicos en vez de documentos digitales.

         Leo de verdad detestaba con todo su ser verse obligado a semejante incordio. Pero no le quedaba otra. Pues a su edad y tal y como estaban las cosas por culpa de la crisis del ladrillo, Leo gozaba de haber pagado ya su piso y sabía que nunca iba a verse en la calle sin trabajo. Nada más graduarse de la Universidad Alfonso Ruiz Tofone, donde había estudiado empresariales, Cecilio lo esperaba para ofrecerle un empleo. Sé que te parecerá raro que a uno lo esperen para ofrecerle un puesto de trabajo fijo y bien pagado; es algo que ni en los más fantasiosos cuentos ocurre. Pero Cecilio tenía sus motivos: Leo había hecho algo muy importante por él cuando solo era un travieso niño de diez años, y el hombre deseaba devolverle el favor.

          —Qué coñazo —se dijo al tiempo que se levantaba de su hundida silla de oficina. Necesitaba ir a la salita del café para tomarse un café y sentarse un momento frente al ventilador: el único en toda la oficina—. Qué condenado calor…

          Miró fijamente por la ventana tras la cafetera, clavando sus ojos color miel en las copas de los árboles más altos del Bosque de los Lamentos, que colindaba con la ciudad de Torreleones y, tal y como si de un brazo se tratase, la conectaba con el antiguo pueblo de Gorate, deshabitado ya desde comienzos del milenio.

       —Tanto calor como aquella vez… —Los rayos del sol que se colaban por la ventana hacían que su cabello castaño claro pareciera casi rubio por uno segundos.

        Aquel antiguo edificio de tres plantas de altura se encontraba en el Polígono Tofone, en el sector donde se agrupaban las empresas del gremio del metal. Aceros Torres Zaplana era la principal empresa del sector metalúrgico en Torreleones. En otros tiempos en aquella parte de la Zona Industrial de la ciudad ese tipo de empresas abundaban, pero con el tiempo, y gracias al ingenio de Cecilio, solo la suya había sobrevivido; y gracias a ello el viejo dominaba por completo el mercado metalúrgico en Torreleones y en las poblaciones colindantes. A pesar de que esto le había permitido a Cecilio amasar una gran fortuna, el hombre nunca había considerado la posibilidad de poner aires acondicionados en el edificio.

         —Maldito tacaño… —dijo Leo recordando las palabras de Cecilio: «Esos trastos son caros igual que esos otros trastos de escribir, ¡y se averían y luego son caros de reparar! Los ventiladores son maravillosos: económicos y eficientes» —Sí, económicos y eficientes, pero solo hay uno en todo el edificio…

         Leo se dejó caer con su café en una vieja silla de oficina que no vivía sus mejores momentos, acomodada justo delante del ventilador. Observando cómo aquel viejo trasto, que seguramente dataría de los años ochenta, trataba en vano de generar algo de aire fresco, moviendo la cabeza de lado a lado al tiempo que emitía un molesto chirrido que parecía una risa burlona. Leo creía escuchar las siguientes palabras mientras observaba aquel trasto viejo y amarillento: «No, chico, no hay fresco, si eso lo que buscas. Ja, ja, ja».

      Le dio un sorbo a su café y se abrasó la boca y la garganta de lo caliente que estaba. Hacía calor, sí, pero no podía evitarlo: Leo adoraba el café recién hecho y muy caliente. Y esa antigua máquina que su jefe había comprado en un bar (que había cerrado en el centro haría ya unos veinte años) lo hacía de vicio.

      Tuvo que volver a la máquina, porque adoraba el café solo y muy caliente (tanto como el magma volcánico), pero debía estar muy dulce porque si no para él era intragable.

       Nuevamente, tomó asiento ante el chirriante ventilador, y, tal y como si de una piscina se tratase, se zambulló en sus recuerdos. Buscaba uno en concreto, un recuerdo de su niñez: la gran aventura que vivió cuando decidió perseguir a una ardilla gris…

          —Si no hubiera sido por Nico, Nathel y Nero… —Y no me refiero al Nero que era su compañero de trabajo (o sí, ¿quién sabe?). Su mente de pronto evocó la imagen de los sonrientes rostros de dos niños a los que no veía desde aquel entonces— a saber, dónde habría acabado aquel día… —se dijo cerrando con fuerza los ojos; una lágrima brotó de uno de ellos.

       —¿Otra vez soñando despierto, Leo? —espetó Nero, su compañero de trabajo. Alto, delgado, y con una larga melena negra salpicada por algunas canas que le llegaba hasta la mitad de la espalda, el hombre clavaba en Leo un par de ojos que en ocasiones le daban al muchacho la impresión de que se tornaban en un intenso color rojo.

       —Nero, ¿podrías, por favor, dejarme en paz durante mi descanso del café? —espetó Leo volviendo de nuevo a su recuerdo. Nero refunfuñó y dejó solo a Leo.

         —Aquello fue real, ¿verdad, chicos? Aquello… todo lo que vi en ese lugar, en ese misterioso mundo sumido en una noche eterna, ¿era real? —Debía serlo. Necesitaba que lo fuera. Se negaba a creer que solo se tratase de una fantasía de la niñez, tal y como le decían siempre sus padres cuando él les contaba lo que había vivido.

        Leo sabía que había algo de real en todo aquello, porque gracias a aquel borroso suceso tenía ese trabajo que tanto odiaba, una casa ya pagada, un buen coche y la estabilidad necesaria para vivir tranquilo; solo le faltaban una esposa y algunos hijos para que su vida fuera digna de envidia, aunque de momento el destino no había querido que Leo conociera a su media naranja. En realidad, no era cosa del destino, sino de la mente del chico, que vivía pendiente a viejos recuerdos del pasado que al presente; prestándole a este la atención justa y necesaria para mantener su trabajo y pagar sus facturas mensuales.

     —Aquellos huesos… eran reales. Es gracias a haberlos encontrado que tengo trabajo fijo y casa pagada. —Cerró los ojos y se sumergió en los rincones más ocultos de su mente—. Por tanto, el resto también tiene que ser real…

Continuará en la parte IV

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